La vanguardia
Las autoridades acudieron al bloque de viviendas y hablaron con Rogers, que les dio su particular versión de los hechos: Frederic había cometido allanamiento, se inició una fuerte pelea y, tras el ataque de la víctima, Richard no tuvo más remedio que defenderse. Por tanto, lo había matado en defensa propia. Aquellas explicaciones convencieron al tribunal que decidió absolverlo de homicidio involuntario.
En cuanto se graduó, Rogers se trasladó a Staten Island, en Nueva York, inició sus estudios en enfermería y comenzó a trabajar en el prestigioso Hospital Monte Sinaí. Aquí permaneció los siguientes veintidós años y se especializó en pediatría, principalmente con niños con problemas cardíacos. Tanto sus compañeros como amigos y vecinos vieron en Richard a un hombre “amable y afable, el tipo de vecino que todo el mundo deseaba tener”. Su primo John Fillebrown, por ejemplo, lo describió como “una persona normal y reflexiva con metas en su vida, buenos hábitos y una buena vida social”.
Nadie podía imaginar que detrás de este perfil aparentemente normal se escondía un emergente asesino en serie. De hecho, en el verano de 1988, Fred Lero, de 47 años, se habría convertido en su segunda víctima mortal si no hubiese escapado de sus garras tras ser drogado, encadenado y violado por Rogers en su casa de Staten Island. Pese al testimonio de Lero y a las acusaciones de retención ilegal y de agresión, el tribunal dejó en libertad a Richard. Caso cerrado.
Aquel lobo de “voz dulce y suave”, que se mostraba como una “persona delicada, muy callada y muy gentil” y que solía cantar melodías de Broadway en Pianos Bar para gais de Nueva York, como ‘The Townhouse’, iniciaría una auténtica cacería de homosexuales de mediana edad durante más de una década.
Las víctimas
A principios de mayo de 1991, el banquero Peter Anderson viajó desde Philadelphia a Manhattan por negocios y, tras acudir a un bar gay de la ciudad, el mencionado ‘The Townhouse’, desapareció sin dejar rastro. La mujer de la víctima, extrañada por que su marido no daba señales, interpuso una denuncia y, días después, encontraron su cuerpo.
El cadáver había sido envuelto en una bolsa de plástico e introducido dentro de un cubo de basura próximo a la autopista. Además, le habían apuñalado repetidas veces y sesgado sus genitales (el pene apareció en el interior de su boca). Durante la inspección ocular, la policía también localizó huellas dactilares, pero al cotejarlas con su base de datos no hubo coincidencia alguna.
Dos meses después de este asesinato, Rogers volvió a actuar matando a Thomas Mulcahy, otro hombre de negocios al que también conoció en el ‘The Townhouse’. Tras dos días desaparecido, unos trabajadores de mantenimiento de un área de descanso hallaron la cabeza de Mulcahy dentro de una bolsa de plástico. El resto de su cuerpo estaba desmembrado y desperdigado en varias bolsas y contenedores de basura de un par de estaciones de servicio más.
Aparte de los restos de la víctima, los investigadores descubrieron una caja de guantes de látex usados de la marca CVS, comprados en una tienda de Staten Island, y las huellas dactilares del asesino. Sin embargo, ninguna pista condujo hasta Rogers. Ni siquiera cuando un testigo de la noche de autos describió al homicida.
Transcurrido casi un año del asesinato de Mulcahy, descubrieron el cuerpo de una tercera víctima: el prostituto gay Anthony Marrero, desaparecido en mayo de 1993, al que habían apuñalado y descuartizado. En esta ocasión, Rogers además de apuñalar al hombre, le cortó en varios pedazos y los repartió en seis bolsas de basura a lo largo de un bosque estatal en Nueva Jersey. Como en los anteriores crímenes, el asesino volvió a dejar sus huellas dactilares, pero seguía sin haber ninguna coincidencia.
El cuarto y último asesinato se produjo a finales del mes de julio cuando el compositor Michael Sakara acudió a un bar gay de Manhattan, otro establecimiento del que Rogers era un habitual, y desapareció al salir en su compañía.
Nuevamente, los testigos hicieron una descripción del asesino muy similar a las anteriormente aportadas y, poco después, un ciudadano halló parte del cadáver de Sakara en un contenedor de basura al norte de Nueva York. En el interior estaban la cabeza y los brazos, y las partes restantes habían sido camufladas en cubos cercanos al río Hudson. Al igual que con las otras tres víctimas, Sakara había sufrido diversos traumatismos y puñaladas, aunque no se pudieron recuperar huellas dactilares.
En cada uno de los asesinatos, Richard Rogers utilizó el mismo modus operandi y buscó un perfil de hombres muy similar: personas de mediana edad, principalmente de fuera de la ciudad, que acudían a bares para homosexuales. Allí conversaba con ellos y, después de un tiempo, los invitaba a su casa para
intimar, pero en realidad solo quería arrebatarles la vida.
La coincidencia
Debido a las similitudes entre todos los asesinatos, las policías de las distintas jurisdicciones iniciaron un trabajo conjunto para buscar al responsable. Se hicieron varios retratos robot del delincuente, se siguió la pista de un posible trabajador en un hospital, pero se confundieron de centro médico. Un camarero había declarado que la noche de la desaparición de Sakara este se había marchado con un desconocido que decía trabajar como enfermero en el hospital St. Vicent, pero a decir verdad se trataba del Monte Sinaí.
Hasta el año 2000, las investigaciones sufrieron un parón y los casos se enfriaron. Todo se reactivó cuando la viuda de Mulcahy insistió en reabrir el asesinato de su marido, se enviaron los informes de las huellas dactilares a las bases de datos de otros estados y, gracias a los avances tecnológicos, se produjo la primera coincidencia.
El archivo policial del primer asesinato de Rogers en Maine y sus huellas correspondían a los crímenes en serie que habían estado atemorizando a la comunidad LGTBI de Nueva York en la última década. Acababan de descubrir que tras la fachada de Richard Rogers se escondía el conocido como ‘Last Call Killer’.
El 28 de mayo de 2001, la policía arrestó al enfermero mientras otro equipo registraba su domicilio en Staten Island. Allí requisaron un potente somnífero, fotografías de hombres con cortes en el cuerpo y fibras de una alfombra que concordaban con las halladas en el cadáver de Mulcahy. Ante las evidencias recopiladas y el silencio del detenido, el juez impuso una fianza de un millón de dólares.
El juicio contra el ‘Last Call Killer’ (apodado así por marcharse con desconocidos en estado de embriaguez y cuando el bar estaba a punto de cerrar) se inició en noviembre de 2005 y tan solo fue acusado de dos de los cuatro asesinatos (el de Malcahy y Marrero) por falta de pruebas.
Según el relato del fiscal, las víctimas fueron “meticulosamente desmembradas con un chuchillo y una sierra de mano” por un “ser humano malvado”, añadió el juez Citta. A pesar de que Rogers mantuvo su inocencia en todo momento, los miembros del jurado lo condenaron a cadena perpetua. Ante este veredicto de culpabilidad, el magistrado no quiso ocultar su deseo de que este asesino muriese “en algún agujero de alguna prisión sin volver a tener libertad”. Y concluyó con un: “Esa es la sentencia de este tribunal. Hemos terminado. Sáquenlo de aquí”. Una voluntad que se cumplirá: Rogers solo optará a la libertad condicional en 2066. A sus 116 años.
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