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Dos años después de la histórica elección de 2018, la democracia mexicana vive nuevos momentos de tensión. Sin proyectos ni líderes visibles en la oposición, AMLO vuelve a colocarse al centro de la disputa política: estar con él o estar contra él.
Corre en el lopezobradorismo una versión de la historia de las elecciones del 1º. de julio de 2018; la versión de que en esos comicios también se pretendía cometer un fraude en contra de Andrés Manuel López Obrador.
Con más emoción que evidencia, se dice en el entorno de la Cuarta Transformación que esa intentona fue derrotada por la ola ciudadana que se volcó a las urnas y tiró al sistema con la fuerza de 30.1 millones de votos.
Desde la academia militante, y ahora también desde Palacio Nacional, se ha alimentado esa supuesta trama de mitos y rumores, llegando incluso a decir que las autoridades electorales pretendían “hacer todo lo que tuvieran a su alcance” para frenar el arrollador triunfo de López Obrador y el Movimiento de Regeneración Nacional.
Hablan de 2018 como si se tratara de 2006 y, con ello, apuntalan la narrativa de que la democracia nació el 1º. de julio, borrando de un plumazo -o de un tuitazo- la historia de la transición mexicana.
Quienes sostienen eso desconocen los 40 años de historia transcurridos desde la reforma política de Jesús Reyes Heroles, a finales de los 70, y los acontecimientos ocurridos entre el fraude electoral contra Cuauhtémoc Cárdenas, en 1988, y las elecciones democráticas en las que nadie le ragateó la victoria a López Obrador.
¿Qué ocurrió en 40 o 30 años para que la izquierda mexicana pudiera llegar al poder por la vía electoral?
Entre otras cosas, la creación de una institución electoral autónoma y ciudadana, en 1990; cuatro elecciones presidenciales (1994, 2000, 2006 y 2012) de las que derivaron una serie de reformas políticas que perfeccionaron el sistema electoral, lo hicieron más equitativo, más independiente del Poder Ejecutivo y de los poderes fácticos, menos vulnerable ante los intentos de fraude, más sofisticado y, por ende, cada vez más costoso.
Además de un proceso de concientización de la ciudadanía que el propio López Obrador hoy reconoce y destaca como uno de los principales avances de este país. Cuando el presidente habla de que “esto ya cambió” y de que “el pueblo ya despertó”, habla de un proceso de ciudadanización forjado a base de ensayo y error, demanda y protesta, denuncia y movilización, ilusiones y decepciones.
En ese trayecto, muchas mujeres y hombres contribuyeron a la transición desde las oposiciones; destacadamente Rosario Ibarra de Piedra, Ifigenia Martínez, Cuauhtémoc Cárdenas, Heberto Castillo, Luis H. Álvarez, Carlos Castillo Peraza, Porfirio Muñoz Ledo, y también Andrés Manuel López Obrador.
Las elecciones, las denuncias y litigios electorales, los éxodos por la democracia, las enormes manifestaciones en contra de las campañas inequitativas, en contra del desafuero en 2005 y del fraude en 2006, e incluso la toma de Reforma, fueron acciones que también moldearon el sistema electoral que hizo posible el 2018 mexicano.
Y también jugaron a favor de la democratización el empeño de quienes construyeron las instituciones electorales desde adentro: destacadamente los primeros consejeros ciudadanos del IFE, José Woldenberg, Francisco Ortiz Pinchetti, Miguel Ángel Granados Chapa, Ricardo Pozos, Santiago Creel y Fernando Zertuche. Además de los miles de ciudadanos que han participado como consejeros locales y distritales, y los millones que han sido funcionarios de casilla a lo largo de 30 años.
Cierto: un triunfo como el de 2018 era imposible para un movimiento antisistema en 1988, en el 2000, en 2006 y probablemente en 2012; pero hace dos años éste ocurrió, contra todo pronóstico y ante cualquier posible resistencia.
La teoría del fraude preparado en contra de AMLO en 2018 es tan absurda como la de un supuesto arreglo con Enrique Peña Nieto para, juntos, derrotar a Ricardo Anaya. Una teoría que, a la fecha, aún es sostenida por algunos de los integrantes del Frente por México (PAN-PRD-MC), que hace dos años presenciaron en primera fila el derrumbe de su candidato presidencial.
Ni una ni otra teoría se sostienen en evidencia clara y verificable; sin embargo, ambas se traen a colación dos años después, con el ánimo de construir narrativas a las que no les importa ser fidedignas o justas con los hechos históricos, sino adecuadas para nuevos fines político-partidistas.
Hace dos años, 56.6 millones de mexicanos acudimos a las urnas a votar, y 30 millones 113 mil 483 electores lo hicimos por López Obrador, después de que el tres veces candidato realizara una campaña casi perfecta.
El mandato que se le dio a AMLO fue el de transformar a este país, provocar un cambio de régimen, acabar con la corrupción y los privilegios, y privilegiar a los pobres en la agenda nacional. Para ello, se le dotó de una fuerza legislativa inédita desde 1997, con mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y mayoría simple en el Senado de la República.
El arrastre de López Obrador llevó a miles de morenistas a presidencias municipales, diputaciones federales y locales, gubernaturas, escaños y un sinfín de cargos en la administración pública federal.
El crecimiento de su imagen en campaña fue opacando y silenciando a sus rivales y, mucho antes de la jornada electoral, la única voz que parecía escucharse en el debate público era la de él. Su victoria contundente dejó mudos a los que se oponían a que un personaje así ocupara la silla presidencial.
El triunfo de AMLO supuso el colapso de los partidos acostumbrados a ganar (PRI, PAN y PRD) y el eclipse de las oposiciones.
Impetuoso e instintivo, López Obrador comenzó a tomar decisiones de gobierno la misma noche del 1º. de julio de 2018, y desde entonces no ha parado un solo día.
Como todo presidente, en algunas cosas ha acertado, en otras ha fallado y en muchas más ha desconcertado hasta a sus propios votantes.
Su estilo de gobernar ha polarizado y, hoy, es imposible detectar matices en el balance de un año y medio de gobierno. O se le aprueba por completo, o se le reprueba en absoluto.
No hay medias tintas.
Quizás lo único evidente para unos y otros es que la responsabilidad de gobernar no ha inhibido al líder popular y estridente de los tiempos de opositor.
Un presidente cuyo pecho no es bodega no se ha reservado sus puntos de vista, sus planes, sus diferencias y sus criticas hacia los que hoy sigue considerando adversarios.
Tampoco se reserva las arengas de su nueva campaña, la del 2021.
Hace un mes, AMLO volvió a izar la bandera de su movimiento, llamando a los suyos a definirse (y a movilizarse) frente al conservadurismo.
“Están con la transformación, o en contra de la transformación”, ha dicho el presidente y líder.
“Están conmigo o contra mí”, ése parece ser el lema de la campaña de su elección intermedia.
Ése será el motor de la jornada electoral del 6 de junio de 2021.
Es paradójico, ante la ausencia de líderes en la oposición y dentro del propio Morena, la única voz que resuena en el país, dos años después del 1º. de julio, parece ser la de López Obrador.
Nuevamente, la elección se encamina al mismo derrotero: estar con él o estar contra él.
En ese ambiente, será más pertinente que nunca revalorar la historia de la transición y no perder de vista una cosa: que nuestra democracia no empezó el 1º. de julio de 2018.
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