Monopolio

Latitud Megalópolis

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Quizá por haberse criado entre basura, sus manos y rostro tenían el ceniciento color de la basura. Estaba tumbado sobre la guarnecida acera de un soportal y dormitaba junto a su mugriento costal de papeles viejos. A veces, la atarjea tumefacta de su boca, emitía destemplados gruñidos, que acusaban la más estricta animalidad.

De pronto, por las rendijas abotagadas de sus párpados, emergieron los coágulos sanguinolentos de sus ojos. Un violento deseo de beber hízolo buscar, en las bolsas del andrajoso pantalón, la botella del aguardiente. Con insana alegría apuró el contenido. A lo lejos, empezaron a sonar silbatos  de locomotora (procedente de la estación “San Lázaro”). Amanecía…

Incorporándose del suelo, se echó el costal a  cuestas para emprender la marcha, consistente en recorrer la zona oriente de la ciudad, hurgando los vertederos de basura para seleccionar papeles, huesos y envases de hojalata que luego vendía a los compradores de desperdicios.

Al recorrer diariamente lo que él llamaba “sus propiedades”, sentíase ufano de haber acaparado, a fuerza de reyertas y cuchilladas, la exclusiva del barrio… Pues ninguno de los competidores –Incluso los perros callejeros- Osaban aventurarse en sus dominios.

Por ello, al ver que un desconocido, inclinado sobre uno de los depósitos de inmundicias, extraía un sucio pedazo de pan, la cólera lo sublevo de repente. ¿Quién se atrevía a burlarse de sus conquistas?… Y arrojando el costal, se lanzó contra el invasor que, al notar su siniestra catadura, regresó sumiso el mendrugo de pan.

Pero, él estaba ávido de sangre, y sin darle tiempo al infeliz de salir de su estupor, le oprimió el cuello rudamente, rudamente…

Un silbato de ferrocarril resonó en la distancia… Partir. Sí. Marcharse nuevamente al pueblo, que lo esperaba cual tibio regazo maternal… Poco a poco, la niebla había comenzado a disolverse y la débil claridad del amanecer perfilaba ya las duras aristas de las casas.

Quitándose unas piedrecillas del calzado, Antonio volvió a anudarse los rotos cordones. Sus zapatos eran sólo unos desollados jirones de cuero. ¡Y tener que andar, andar otra vez las áridas veredas de concreto, sombreadas por la maleza de los altos edificios!… Junto a la acera, un camión lechero pasó veloz. Antonio imaginó al instante un vaso de leche, un fresco y exquisito vaso de leche… ¡Hum! Y la  espesa saliva le aguijoneó mordaz. Se levantó del pétreo quicio del zaguán, que le sirviera de lecho, y dio unos pasos, temblequeantes, frotándose con las manos los adoloridos riñones. La ciudad aguardábalo con sus millones de puertas que lo rechazaban ferozmente, y con sus transeúntes apresurados que en lugar de tenderle las manos, lo apartaban con los puños cerrados. “No hay vacantes”. “No hay vacantes”. “NO HAY VACANTES”, era la frase que rezaba en todos los frontispicios de fábricas y oficinas. Mas, acaso el día de hoy le fuese propicio, y tuviera suerte. Y siguió su camino, calle adelante…

De súbito, al doblar una esquina, se topó con un repleto bote de basura, sorprendiéndose al hallarse, muy por encima, un incitante pedazo de pan; Sin reparar en escrúpulos, tomó el mísero mendrugo. Pero, cuando iba a llevárselo a la boca, un monstruo horrible, con los ojos llameantes, se le presentó agresivo. Y sin más ni más, lo ataco sin misericordia, desgarrándole el cuello…

Bien sabía Antonio que el que lo mataba no era aquel hombre, sino ¡ella”, la ciudad egasesina…

 

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