Por: Dr. Javier Urbano Reyes, profesor e investigador del Departamento de Estudios Internacionales de la Universidad
- COVID-19, racismo y violencia impactarán fuertemente la elección en la Unión Americana
Puede resultar injusto para muchos el tipo de proceso electoral que se desarrolla en Estados Unidos. Y puede resultar especialmente injusto si se hace una sencilla revisión del ambiente de división social que reina en aquel país que, con COVID o sin COVID, ya venía mostrando signos de grave deterioro. Es cierto que Hillary Clinton ganó con 2.8 millones de votos, pero sólo obtuvo la victoria en 20 estados y Washington, mientras Trump obtuvo el triunfo en 30 estados, algunos de ellos decisivos, como Michigan y Pensylvania. Los llamados votos al Colegio Electoral le negaron el triunfo a Clinton.
Para que ganara Trump hacía falta la tormenta perfecta: una economía estable, obra de la administración Obama; una política exterior que perdía protagonismo, dando espacio a su vez a otros actores como China; y sobre todo, un ambiente global de hartazgo con las fórmulas políticas de los partidos tradicionales cuya manifestación más evidente fue la emergencia de ofertas políticas que tomaron protagonismo en naciones relevantes como Francia, Reino Unido, Países Bajos, Italia o Alemania, y que en su narrativa planteaban el cierre de fronteras, el rechazo a las instituciones multilaterales, la restricción a la inmigración y una nostalgia por el regreso a un pasado grandioso sin fecha ni época.
Trump ganó en ese ambiente. Aprovechó el hartazgo social, el desencanto, la decepción de los viejos políticos y supo adentrarse en sus más profundas decepciones de la gente, de sus miedos, además de atacar a sus rivales al nivel del lodo. A él debemos la globalización de las expresiones post-verdad, fake news, y todo aquello que denote el uso a conveniencia de la información, más allá de su objetividad, que para esta administración es irrelevante.
Sin embargo, la situación actual es radicalmente distinta a la de la primera elección. La pandemia global del COVID-19 derrumbó estrategias de crecimiento, ha tenido efectos devastadores en el empleo, las proyecciones de recuperación no son alentadoras y por si esto no fuera suficiente, ha aparecido la enfermedad crónica de Estados Unidos: el racismo y la violencia contra las minorías.
Dar respuesta a estos retos requiere otra narrativa del actual inquilino de la Casa Blanca. El anuncio de millonarias inversiones tiene un efecto anímico y para las bolsas de valores, pero es de poco valor para los bolsillos de los millones de desempleados. Quien vota tocándose el bolsillo sabe que la recuperación no llegará en un corto plazo y en ese sentido, los efectos de corto plazo se traducen en votos. El tiempo es un jugador más contra la reelección de Trump.
Ahora bien, el asesinato de George Floyd a manos de un policía blanco ha redescubierto las dimensiones de la herida social que no cierra en este país. Las escenas de violencia han sido respondidas por Trump con la amenaza de enviar a las fuerzas militares a apaciguar las protestas. Gasolina para apagar el incendio. Ni más ni menos.
Las reacciones del actual presidente a la situación económica y social distan de ser las más adecuadas. Objetivar las estrategias, hacerlas operativas, darles sentido de mensaje común, es un terreno impropio para quien vive de la división social. Ahí aparece un obstáculo de la mayor importancia para sus aspiraciones. Bajar al lodo parece ya no ser la única ni la más importante opción. Volverse un presidente para todos parece ser el gran pendiente de Trump, pendiente que Biden debería agendar en sus acciones de cara a los comicios de fin de año.
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