Culiacán

Ricardo Homs

Lo sucedido en Culiacán este jueves 17 de octubre es más que una balacera; representa el símbolo de la capitulación del estado de derecho frente al crimen organizado.

Está circulando en redes sociales el mensaje que Sir Winston Churchill dedicó a su antecesor en el cargo, el premier de Inglaterra Neville Chamberlain, quien había regresado de una reunión con Adolfo Hitler, realizada el 30 de septiembre de 1938, muy satisfecho de haber negociado con este político alemán el denominado Pacto de Munich, dando grandes concesiones para evitar la guerra.

Churchill le dedicó la frase: “Quien se arrodilla para conseguir la paz, se queda con la humillación y con la guerra”. También existe otra versión del mismo mensaje: “A nuestra patria se le ofreció elegir entre la humillación y la guerra; ya aceptamos la humillación, ahora tendremos la guerra”. El tiempo le daría la razón a Churchill pues cuatro meses después estalló esta conflagración mundial.

Se dice que esta actitud débil de Chamberlain habría estimulado a Hitler a invadir más territorios.

Del mismo modo, ante la percepción de debilidad por parte del gobierno mexicano frente a los cárteles, podemos esperar que otras organizaciones puedan verse estimuladas a enfrentar al gobierno y sus instituciones cada vez que se vean amenazados. Sin embargo, esto no sólo estimula a los grandes cárteles, mejor armados, sino también a grupos ciudadanos que aprovecharán para delinquir sabiendo que no habrá consecuencias si realizan un movimiento mediático.

Si esta actitud asumida en Culiacán fuese simplemente dar un paso atrás para tomar impulso y replantear la estrategia en contra del crimen organizado, se justificaría, pero en su entrevista mañanera el presidente afirma que no habrá cambio de estrategia, la cual es la réplica de lo desarrollado en los años anteriores. Por tanto, ante las mismas acciones, podremos esperar los mismos resultados fallidos, pero quizá ahora agravados.

Lo sucedido en Culiacán no es algo sorpresivo, sino la consolidación de un fenómeno social que ya se estaba presentando con mucha frecuencia en diferentes municipios pequeños y olvidados, donde la población se hace justicia por su propia mano, ajusticia delincuentes y sienta a negociar a las autoridades condiciones que se contraponen a la aplicación de la ley. También la nueva práctica por la cual delincuentes acuden a liberar a sus compinches, los sacan de la cárcel y no pasa nada, porque a final de cuentas, existe la percepción de que sucede en un pueblito olvidado.

Por tanto, Culiacán es un parteaguas. La víctima ya no fue un pueblito, sino la capital de una de las entidades federativas, la sede de los poderes políticos del estado y lugar donde están arraigadas las cabezas de toda la estructura gubernamental, incluyendo la de seguridad pública.

Culiacán es una ciudad de poco más de ochocientos cincuenta mil habitantes que fue sometida total y absolutamente por un cártel, que logró su objetivo y después por voluntad propia abandonó la plaza con un sabor a victoria, sentando un precedente de que sí es posible doblegar al Estado Mexicano y sus instituciones. No será raro que en el futuro esta pesadilla empiecen a vivirla otras ciudades importantes del país.

Esta guerra se está perdiendo a consecuencia del menosprecio al que se ha sometido al estado de derecho, pretendiendo sustituirlo por el criterio personal de quien gobierna.

La irresponsabilidad es manifiesta en todos los ámbitos gubernamentales, lo cual representa delitos, como el que a quienes participan en corporaciones policiacas se les entregue armamento obsoleto e insuficiente para enfrentar a cárteles que les superan con equipo sofisticado, como lo sucedido en Michoacán. Mandar a policías a operativos de riesgo en condiciones precarias, arriesgando su vida, debiese incluso tener consecuencias penales.

Culiacán representa la pérdida del respeto que siempre se le tuvo al Estado Mexicano y sus instituciones, incluso por parte de la delincuencia organizada.

Hoy da pena ajena la verborrea gubernamental que pretende justificar lo injustificable.

La ley debiese entenderse como un valor supremo que debe estar por encima del criterio personal de quienes gobiernan. Hasta las administraciones anteriores se habían guardaron las formas respecto del estado de derecho, aunque en lo oscurito con artilugios legaloides se buscasen salidas “a modo”. De esta forma el estado de derecho siempre fue respetado y la población percibía una visión gubernamental institucional.

Debemos reconocer que las palabras crean un entorno y una visión compartida que luego estimula acciones que aterrizan en la práctica cotidiana. Por ello, de tanto justificar el delito como producto de las injusticias sociales y la pobreza, la gente va creando nuevos paradigmas morales y le da interpretación al robo como una reivindicación social, lo cual deriva en delincuencia justificada.

La frivolización del delito a partir de frases como fuchi… guácala y los llamados en Tamaulipas a que “nos portemos bien”, o amenazas hechas a encapuchados que hicieron destrozos durante las movilizaciones en el centro histórico de la Ciudad de México, de acusarlos con sus mamás y abuelos, no representan el lenguaje que inspira respeto, ni una firmeza disuasiva de quien gobierna aplicando el rigor de la ley.

Esta nueva forma de comunicar que tiene el gobierno de la 4T, no va acorde con los tiempos violentos que vive nuestro país.

Los candidatos deben irradiar simpatía, pero los gobernantes deben infundir respeto, fortaleza y carácter.

Es fundamental exigir que se respete el estado de derecho y la aplicación de la ley como una responsabilidad que no está sujeta a criterios ni a interpretaciones personales.

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