La venganza

Latitud Megalópolis

Por Manuel Pérez Toledano

En los andurriales de la ciudad cerca de un llano carente de Luz eléctrica y drenaje, estaba el barrio de los menesterosos – un conjunto desordenado de casuachas-, chozas paupérimas que los desheredados habían construido con sus propias manos.

En una de ellas, vivía Celedonio Nava que, esa noche, llegó a su cubil en perfecto estado de ebriedad. Tanteado en la obscuridad, tropezó en el lecho, construido de cajones viejos; una maldición escapo de su boca. Luego balbuceó:

-¡Juana! ¡Juana….

Las voces se disolvieron en el silencio, igual que gotas de agua en el mar.

Celedonio sabía que su mujer no estaba. Tres días hacía que lo había abandonado. Mas él la llamaba con la esperanza de que hubiese vuelto.

-¡Juana! ¡Juana!… – repitió nuevamente.

Encendiendo un cerillo, buscó el cabo de vela. La estancia se iluminó mostrando su desoladora desnudez.

Poco a poco una indescriptible desazón fue apoderándose de Celedonio. Los cajones, las ollas, la imagen del santo, todo, todo le recordaba a la Juana. Sin ella el cuarto era una zahurda inhóspita e irrespirable.

Celedonio empezó a pasearse por el estrecho local. La luz de vela, iluminándole el escuálido cuerpo, producía una monstruosa sombra que por momentos cubría totalmente la habitación.

La mente de Celedonio -compleja oquedad- reflexionaba con torpeza en torno a la fugitiva. La in cultura le impedía definir…

De buenas a primeras, un deseo irresistible de venganza germino en él. Creía que Felisa Ordoñez, una vecina amiga de Juana, había aconsejado a ésta para que lo abandonara, poseído de hondos resentimientos, salió de su casa.

La noche cerníase negra; el sullido de los perros taladraba el silencio. Celedonio toco resuelto en una casucha cercana, un chiquillo de cinco años salió a abrirle.

-¿Está tu mamá?…

-Está durmiendo- contestó el chico.

-Despiértala, que le voy a hablar…

El pequeño obedeció al punto, conocía de vista a “don Celedonio”.

Felicia Ordoñez apareció, frotándose los ojos.

-¿Se le ofrece algo, don Celedonio? Interrogó la mujer.

-Óigame vieja tal… usted tiene la culpa de que Juana me dejara… – Y diciendo esto, Celedonio sacó de su bolsa una vieja pistola.

Abatida por los disparos, la mujer cayó junto a la puerta.

El chiquillo, testigo único del drama, corrió tras el asesino de su madre, levantando en el aire sus puñitos indefensos.

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