Latitud Megalópolis
“La Pinta”, hermosa vaca de pequeños cuernos, rumiaba tranquilamente. La tarde era clara y el sol reverberaba sobre el polvo del corral. Junto al establo, las gallinas picoteaban la tierra y los perros dormían con el hocico en los ijares. Al hacer un brusco movimiento, la vaca desató su amarre. Con la característica parsimonia, el animal atravesó el ancho patio. En un jacal del fondo, el vaquero roncaba la borrachera. Con el testuz, la va abrió el portón y salió a la calle; su larga cola, se sacudía solemne, espantando las moscas de sus baídas, flancos.
Cerca de ahí, se encontraba una vecindad, de esas populosas que cuentan con más habitaciones que muchos pueblos del interior de la republica. Vecindades que tienen vida, leyes y hasta lenguajes propios. En una de sus innumerables viviendas, María, tendida en el catre, aguardaba el instante del alumbramiento. Como era primeriza, la nerviosidad y los dolores no la dejaba ni respirar. Su madre, una tosca mujer, la consolaba y obligaba a beber infusiones de hierbas.
-Tengo miedo, tengo mucho miedo- gemía la parturienta.
-Ya nuá de dilatar doña Cleta- decía la “doñita” encogiendo el ceño.
Ganas sentía de reprocharle a la hija su falta de cordura. Enamorarse de un pobre diablo que no tenia ni donde caerse muerto. Mas, por el temor de afligirla, en ese instante, se contuvo. Una veladora de parafina ardía al pie de una imagen. En un anafre se calentaba el agua. Impaciente, la madre daba en el cuartucho.
En un tugurio, cercano al zaguán de la vecindad, Juana echaba tortillas en un tiznado comal, los discos de maíz se esponjaban olorosos. Estaba contenta porque su nuevo marido, de oficio albañil, le había resultado muy trabajador. Aunque tuerto, se lo envidiaban las vecinas del catorce, vendedoras de verduras. De pronto escucho una algazara; con el textal de la palma se asomó a la puerta: Una vaca, una vaca pinta, de belfo espumoso, asustaba al vecindario. Los muchachos le arrojaban piedras y los hombres la golpeaban con palos. El animal mugía azorado buscando una salida. Repentinamente Juana, vio cómo, dirigiéndose a ella, la embestía con bravura. La tortillera cayo sobre el ardiente comal. La cara, las manos y parte del pecho, se le quemaron horriblemente. El susto de los vecinos iba creciendo. Una anciana, despeinada y macilenta, mientras corrían a la calle gritaba de terror. Hombres y mujeres luchaban por acorralar a la vaca. Ladraban los perros, los chiquillos lloraban, las macetas se rompían y la ropa blanca, de los tendederos era pisoteada por la multitud. Desde la oquedad de su cubil, una mujer paralitica pedía a grandes voces que llamaran a los bomberos.
Sangrante y enfurecida, “La pinta” buscaba un refugio. En el fondo del patio se veía una casa sin puertas. La vaca corrió veloz. La madre de María, con una silla en las manos, esperó el ataque. Embistiendo a la anciana, el animal engrupió en la pieza. La parturienta profirió un alarido…segundos después seguido de un débil vagido… “La pinta” rompía muebles, cajones, trastos de barro. El agua caliente del anafre, cayó en la tierra del piso… Sólo la veladora de parafina permaneció incólume.
Al cabo de unos momentos de terror, gendarmes provistos de lazos, lograron sujetar a la vaca.
María, en tanto, sollozaba en su lecho, acompañada del recién nacido. Y de los gemidos de su madre moribunda.
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