Dra. Ivonne Acuña Murillo
· Un Estado sin normas provoca inestabilidad en las relaciones de grupos y sociedades: académica IBERO
Cientos de pobladores del municipio de Tlahuelilpan y de ocho localidades cercanas, en el estado de Hidalgo, entre 700 y 800 de acuerdo con lo reportado por el personal militar que se encontraba en la zona, acudieron a recolectar la gasolina que escapaba de una toma clandestina ubicada en el kilómetro 226 del ducto Tuxpan-Tula, de Petróleos Mexicanos (Pemex), como si se tratara de un día de compras, con fatales consecuencias como se sabe.
El saldo hasta la mañana del 21 de enero era de: 89 personas fallecidas, 51 hospitalizadas y 67 más desaparecidas.
Las acciones de dichos pobladores no son de extrañar, pues las actividades delictivas relacionadas con el robo y venta de combustible son conocidas en México desde hace algunos años. Durante el último sexenio, en numerosas ocasiones, tanto el gobierno federal como los medios de comunicación dieron cuenta del fenómeno sin que se informará, al mismo tiempo, de una estrategia eficaz para terminar con el problema.
Las constantes imágenes de pobladores recolectando el combustible con cubetas y todo tipo de recipientes terminaron por crear en la ciudadanía la percepción de que se trataba de hechos cotidianos incontrolables en los que tanto las bandas del crimen organizado, las autoridades y policías federales, estatales y municipales, así como la población misma participaban de este ilícito sin que se pudiera evitar.
Sin embargo, no se trata aquí de analizar cómo la ciudadanía comenzó a ver el fenómeno del huachicol como algo ‘normal’, sino cómo se convirtió en un comportamiento ‘normalizado’ para los pobladores que por hambre, desesperación o sentido de oportunidad acudieron, sin ningún prurito moral, pero, sobre todo, sin ninguna precaución, a robar el combustible que salía a borbotones por el ducto mencionado.
Como comentó el alcalde del municipio de Tlahuelilpan, Juan Pedro Cruz Frías, en entrevista con Ricardo Moya, Alicia Perea y Dinorath Mota, del periódico El Universal, en el reportaje publicado el domingo 20 de enero y titulado ‘El amanecer que nunca acaba en Tlahuelilpan’, el accidente se debió a la “normalización del robo de combustible y a la actuación de la ciudadanía”.
Se sostiene aquí, que las actividades delictivas propiciadas no sólo por el crimen organizado sino directamente por miembros de los tres niveles de gobierno, así como el amplísimo margen de impunidad, alrededor del 95%, que impera en el país, crearon una situación de ‘anomia’ tal que para un alto número de personas es difícil separar aquellas acciones que contravienen las reglas de convivencia y los ordenamientos legales de las que no.
Esto es, ante la falta de reglas claras y de directrices que señalen quién debe hacer qué y de las sanciones que se deben aplicar en caso contrario, se ha creado en México el caldo de cultivo perfecto para que cualquiera se sienta en libertad de transgredir el orden establecido.
La anomia es un concepto propuesto por el sociólogo francés Emile Durkheim, hacia finales del siglo XIX, primero en su obra La división del trabajo social (1893), en la que sostuvo que “un Estado sin normas hace inestables las relaciones del grupo, impidiendo así su cordial integración”, y después en su texto El suicidio (1897), en el cual demostró que el suicidio puede tener como una de sus causas principales la falta de normas.
Durkheim advirtió que en una sociedad incapaz de establecer reglas claras y en la que se da una pérdida o supresión de valores morales, religiosos, jurídicos o cívicos, aumenta el riesgo de desorden social. La imposibilidad de regular e integrar a ciertos individuos podría ocasionar no sólo que atentaran contra su propia integridad, como en el caso del suicidio, sino que se rompieran los lazos que los unen, llegándose a situaciones complejas de desintegración social.
En el caso que aquí se presenta, es evidente que las situaciones de anomia que enfrenta el país no se derivan sólo de una sociedad incapaz de clarificar y hacer cumplir sus propias normas, sino de un entramado que involucra a todo el Estado. Entramado que poco a poco ha ido creando las condiciones necesarias para que la gente se sienta ‘con el derecho’ de violar las más elementales reglas de convivencia. Lo mismo aplica para los muchos casos de justicia por propia mano que, al igual que el huachicol, se van normalizando, incluyendo además todas las acciones violentas cometidas por personas organizadas para delinquir o por malhechores solitarios.
Los robos, los asaltos, las violaciones, los secuestros, las extorsiones, las mutilaciones, las decapitaciones, los asesinatos, propios de situaciones límite como las guerras, se han convertido en noticia de todos los días. Se puede afirmar entonces que en México se enfrentan situaciones límite como resultado de la anomia producida desde el mismo Estado.
El razonamiento anterior permite explicar las situaciones que fue posible observar durante las horas en que habitantes del estado de Hidalgo recolectaron combustible del ducto Tuxpan-Tula y de las horas posteriores a la explosión. Varios son los hechos a destacar.
Primero, que la presencia de militares tratando de resguardar la zona no fuera un disuasivo que impidiera el hurto del combustible. De hecho, es relevante mencionar que una semana antes en Santa Ana Ahuehuepan, en el municipio de Tula, Hidalgo, después de un operativo contra el robo de hidrocarburos, los habitantes de esa comunidad retuvieron a tres efectivos militares a los que golpearon e intentaron linchar.
Segundo, que en cuanto se avisó a la población de Tlahuelilpan y de las localidades cercanas de la fuga de combustible, ésta asistió organizada y bien equipada con bidones de buen tamaño poniendo en evidencia su participación en el hurto frecuente de combustibles.
Tercero, la falta de precaución y la aparente tranquilidad con la que participaron mujeres, hombres y aún jovencitos y niños en la recolección de la gasolina, como muy probablemente habían hecho ya en otras ocasiones, empapándose muchos de ellos sin considerar el riesgo latente de un estallido, como finalmente ocurrió. Como explicó el recientemente nombrado fiscal general, Alejandro Gertz Manero, por el ducto corre gasolina de muy alto octanaje, lo que genera gases altamente letales que, ante la presencia de una pequeña chispa, producida incluso por el roce de ropa con contenido sintético, como la que portaban los pobladores, podría haber provocado la explosión. Hipótesis derivada de los primeros peritajes, aun no comprobada.
Por supuesto, las personas que buscaron hacerse con algunos litros de gasolina no contaron con información tan detallada que les hiciera pensar en una reacción física de este tipo. Sin embargo, con seguridad si tenían presente que un cerillo o cigarro encendidos bien podrían generar una reacción como la que se dio.
En este sentido, cabe resaltar que no se descarta, a decir del presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, y del mismo fiscal general, que esto haya sido un sabotaje, desde la fuga hasta la explosión, planeado por las mafias afectadas por la lucha en contra del huachicol. La idea no es peregrina si se tiene en cuenta que las operaciones de este ducto estaban suspendidas desde el 23 de diciembre y en proceso de empaque (llenado del ducto con gasolina) para comenzar a surtir de combustible, el 16 de enero, a Salamanca y de ahí a Guadalajara, Morelia, León y Guanajuato. Pero, la operación se detuvo en cuatro ocasiones antes de lo sucedido el 18 de enero, una de las cuales se dio el 18 de diciembre cuando se provocó también un incendio en otra toma clandestina, en el mismo municipio de Tlahuelilpan, el cual tardó 12 horas en ser sofocado. Lo anterior fue informado por el actual director de Pemex, Octavio Romero.
Cuarto, la actitud de los familiares de las víctimas después de la explosión y una vez que se apagó el incendio, quienes de manera agresiva se enfrentaron a los militares que nuevamente trataban de resguardar la zona, para exigir se les diera información sobre sus parientes, aun cuando no había concluido el levantamiento de los cuerpos, dados los riesgos de una nueva explosión. No faltó quien los culpara de lo sucedido, cuando la población, que los excedía en número, decidió desoír sus advertencias, a sabiendas de que estaban cometiendo un delito. Se les acusó igualmente de insensibilidad ante la tragedia al no permitir que los sobrevivientes regresarán a la zona del siniestro, lo que finalmente hicieron a través de una comisión y con apoyo militar.
Quinto, la confusión de los pobladores recolectores del combustible en cuanto a que asumen el robo de gasolina como una especie de ‘derecho ganado’ dadas sus condiciones de precariedad. Su rechazo a las autoridades y a la estrategia federal de lucha en contra del robo de combustibles vista como un ataque a sus condiciones actuales de vida. Su postura frente a las fuerzas armadas y su decisión de enfrentarlas de ser necesario.
Lo expuesto da cuenta de algunos de los elementos que permiten adelantar la hipótesis de la anomia como producto de la pasividad y complicidad con la que los gobiernos de los sexenios anteriores dejaron crecer una serie de problemas (delitos en su mayoría) de los cuales con seguridad obtuvieron buenos beneficios.
Por un lado, dejaron que se profundizara la brecha económica que separa a los pocos ricos de los muchos pobres, con políticas de tráfico de influencias, información privilegiada, saqueo y robo a la nación; por otro lado, permitieron que la impunidad creciera a cifras insostenibles para cualquier país que se precie de civilizado y bien administrado, en parte porque una población atemorizada y preocupada cotidianamente de su seguridad y por lo que ha de poner en su mesa tiene poco tiempo y energía para la protesta y para dar seguimiento a la información que permite conocer la magnitud del saqueo y el desgobierno y, en parte, porque poco les ha importado lo que pase con la población a la que prometieron proteger, mientras engordan obscenamente sus cuentas bancarias.
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