#Análisis Todos y todas deberíamos ser madres

Dra. Ivonne Acuña Murillo

Académica del Departamento de Ciencias Sociales y Políticas de la IBERO

· Académica de la IBERO afirma que la sociedad también debe participar, desde su trinchera, en mejorar la convivencia social

En los últimos años y meses, se han intensificado los reclamos que desde la sociedad se hacen a quien gobierna en relación con la inseguridad y la violencia, en particular en contra del presidente de la República en turno. Hoy, por supuesto, es Andrés Manuel López Obrador el destinatario de tales demandas. Después de conceder que, en efecto, el primer mandatario tiene la mayor responsabilidad para resolver, en lo posible, este problema, se debe acotar que no es el único actor: los gobernadores y presidentes municipales comparten ese mismo compromiso, aunque en grados diferentes.

De la misma manera, es posible hacer responsables a los presidentes anteriores, la lista puede ser más corta o larga dependiendo de cómo se conceptualice el problema y de las variables que se incluyan en el análisis. Así, puede decirse que desde los sexenios de Miguel de la Madrid Hurtado y Carlos Salinas de Gortari, en que se instituyó el modelo económico neoliberal, la situación de la mayoría de la población comenzó a deteriorarse generando el caldo de cultivo en el que las y los jóvenes se convertirían en el ‘ejército de reserva’ de las bandas delincuenciales, debido a la falta de oportunidades.

Se puede afirmar también, que el deterioro de la seguridad pública se recrudeció en el periodo de Felipe Calderón Hinojosa, a raíz de su absurda y mal planeada guerra en contra de las bandas del narco y la delincuencia organizada, no sin dejar de mencionar que el supuesto equilibrio entre los cárteles, mismo que impedía la lucha encarnizada y abierta por las plazas, fue roto por Vicente Fox Quesada y su apoyo velado al Cártel de Sinaloa, aquél supuestamente comando por Joaquín ‘el Chapo’ Guzmán, en detrimento de sus rivales. Asimismo, se puede adjudicar esta situación a Enrique Peña Nieto y su gobierno fallido.

Sin embargo, decir que quienes gobiernan o han gobernado son los únicos responsables del deterioro que se vive en México es insuficiente. Ciertamente, el alto grado de responsabilidad de quien se encuentra en una posición de poder es innegable, ya por su ineptitud, omisión y/o abierta complicidad, pero el nivel de desintegración que vive el país no puede ser explicado sólo en función de esto. Definitivamente ¡no!

Es aquí donde la pregunta por el papel de la sociedad se hace necesario. ¿Qué se ha hecho o dejado de hacer, desde la sociedad, para que se haya llegado a tal grado de descomposición? Más cercano, ¿qué hemos hecho o dejado de hacer, en lo individual, para que nuestro país se haya convertido en una enorme fosa clandestina, para que en nuestro país cualquiera pueda morir asesinado, para que la probabilidad de ser asaltado, violada, secuestrado, desaparecido, desaparecida, prostituida, esclavizado, enrolado en las filas del narco como sicario, ‘burrero’, etcétera, haya alcanzado tasas sin precedentes?

La respuesta no es sencilla; sin embargo, se puede adelantar que nos hemos acostumbrado a mirar para otro lado. Que los niños y niñas de la calle o en situación de calle, los mendigos, los pobres, las ancianas y ancianos que piden limosna, los campesinos y campesinas que con toda la familia piden limosna fuera de los establecimientos comerciales, la gente que cae desmayada o muerta en la calle y todas aquellas personas que entran en alguna categoría social reconocible, se han vuelto parte del paisaje. Nos hemos acostumbrados a pasar a su lado, sin mirarlos, por miedo, quizás, a estar en su lugar o para que no manchen nuestra felicidad con su desgracia.

Pero, el objetivo de esta colaboración no es incomodar a nadie ni hacer reproches que no se puedan aplicar incluso a quien escribe. La idea es propiciar una profunda reflexión en torno a todo aquello que se ha dejado de hacer por los demás y que, si bien la falta de acción no ha propiciado su situación de precariedad, si ha evitado que la más básica solidaridad mantenga el tejido social que permite a una sociedad transitar a estadios con un mayor nivel de vida para todos y todas.

Basta con hacer un simple cálculo para saber que no tendría que haber gente en situación de calle -niños, niñas, ancianos, ancianas- cuando el número de personas que contamos con una familia, una casa y un hogar y que comemos tres veces al día, excede con mucho el número de quienes viven en la calle. Por supuesto, no se trata tampoco de eximir de su responsabilidad a quien gobierna y cobra impuestos, ni de asumir que todo nos sobra, sino de pensar en el efecto multiplicativo de pequeñas acciones en favor de quien tuvo peor suerte que nosotros. Me permito poner un ejemplo, disculpándome por usar la experiencia de un familiar, que me contó su experiencia sin saber el impacto que causaría en mí.

De camino a su trabajo, en dirección al World Trade Center, mi hermana Olga se topó con un joven en situación de calle. Como ella misma refiere: “Vi a aquel joven como de 20 años con la mirada perdida, la cabeza agachada y estirando la mano para recibir la moneda y Dios me dijo: háblale y dije: ‘Señor ¿a éste? Y él me dijo: ‘Sí, a éste’. Entonces le dije: ‘¿qué haces aquí tirado estirando la mano y toqué su cara y le dije ‘mira cómo estás todo frío y drogado, por qué no te compras un pan en vez de droga y comes’”. Sólo como referencia, y con toda proporción guardada, el diálogo entre Olga y Dios me hizo recordar el testimonio de la Madre Teresa de Calcuta, quien afirmó haber desoído en varias ocasiones el llamado divino en favor de los pobres.

Volviendo a México y a Olga, ella le hizo ver al joven que ahí mismo, en el lugar en que se encontraba, podía hacer algo más que sólo pedir limosna. Le sugirió hablar con los dueños de los puestos semifijos y que les ofreciera hacer pequeñas tareas a cambio de dinero, como barrer, en lugar de sólo pedirles caridad.

La segunda vez que vio a César, el nombre del joven de la calle, quien abandonó su casa por la violencia que en su contra ejercían las parejas de su madre y ella misma, Olga le preguntó: “¿Te gustaría repetir una oración conmigo para Cristo? Me dijo: ‘Sí, madre, porque usted es como una madre… ‘Señor Jesús, reconozco ante ti que tú diste tu vida por mí en la Cruz, que tu sangre fue derramada para mi justificación y que resucitaste al tercer día según las escrituras. Señor, contra ti he pecado, perdóname, te pido escribas mi nombre en el libro de la vida. Amén”.

Al darse cuenta de lo que ocurría, algunos comerciantes de la zona le dijeron que no se acercará a aquellos jóvenes, César no era el único, pues podrían asaltarla. Ella negó esa posibilidad y continúo el contacto. Días después, el joven había tomado el consejo, dejó de drogarse y comenzó a hacer esas pequeñas tareas. Pero él fue más allá, trató de convencer a sus amigos de la calle para que hicieran lo mismo. Algunos lo imitaron, pero hubo uno que se negó. Olga y César hablaron con él, pero no fue posible convencerlo.

En el testimonio referido, Olga se acogió a su fe religiosa y a los valores cristianos de amor al prójimo, pero la religión, cualquiera que ésta sea, no es el único argumento válido para explicar o justificar la ayuda a quien la necesita.

César la nombró ‘madre’ sin serlo, ni de él ni de otros, pues Olga no tiene hijos ni hijas; sin embargo, se comportó como si los tuviera. Ella no tuvo que alojar a César en su casa, no le consiguió trabajo, no le dio dinero, no le regaló ropa o comida, sólo lo miró, se preocupó por él, le habló, lo tocó, hizo una oración con él y por él, lo motivó a vivir de manera diferente. Pequeñas acciones, en apariencia, que bien pueden cambiar el rumbo de una vida, de muchas vidas. ¿Podrían cosas como éstas ayudar a restaurar el tejido social e impedir que las y los jóvenes, sin esperanza y futuro, caigan presos del narco y la delincuencia, y después asesinen a alguien por cinco mil pesos en el centro de Cuernavaca?

No lo sé, la realidad es más compleja que una sola de sus variables, pero con seguridad la multiplicación de acciones en favor de los menos favorecidos tendrá un efecto positivo y permitirá a la sociedad hacer su parte y dejar de mirar a quienes gobiernan como los únicos responsables de lo que ocurre en México. La inacción de una sociedad apática y egoísta es la otra parte de una diada que ha llevado al país al pozo donde se encuentra.

Pero, es aquí donde quiero traer a cuenta un discurso que considero pertinente, la propuesta feminista-maternalista.

A quienes consideran que el feminismo es un fenómeno monolítico hay que aclararles que este ha sido movimiento social, pensamiento filosófico, convicción de vida y teoría. Y que, así como está formado por múltiples expresiones, radicales, moderadas, conservadoras y que incluso hoy puede hablarse ya de postfeminismo, en términos teóricos, las feministas abrevaron de muy diversos marcos como el marxista, el liberal, el lacaniano, el socialista, el habermasiano, etcétera. Uno de estos marcos fue desarrollado en los años 80 y 90, entre otras, por la filósofa estadounidense Jean Bethke Elshtain (1941-2013), autora, entre otros libros, de Public Man, Private Woman, Woman in Social and Political Thought. En esta obra, concluye que la exclusión de las mujeres de la vida pública se justificó a partir de la división aristotélica entre personas superiores -los hombres, cuyo espacio de acción era la polis griega-, e inferiores -las mujeres cuyo espacio natural era el hogar (oikos).

Elshtain propuso asumir como verdadera la supuesta superioridad moral de las mujeres en el ámbito de lo privado, proclamada por filósofos como Aristóteles y a partir de la cual se justificó la reclusión femenina en el hogar y su exclusión de la vida pública, y el traslado de los valores privados -como el altruismo y el cuidado de los otros, ligados directamente al hacer de las mujeres-, al ámbito público, con el propósito de humanizar a la política y librarla de la brutalidad que significa la competencia por el poder, así como para darle un carácter de más compromiso a quien gobierna.

De esta manera, Elshtain intentó utilizar la idea de acuerdo con la cual “las mujeres son moralmente superiores en lo privado porque son inferiores públicamente”, aceptando como cierta la primera afirmación y superando la segunda, afirmando la corrupción de la vida pública y la necesidad de su moralización a partir de los valores privados adjudicados a las mujeres.

Su propuesta provocó, y no era para menos, toda clase de enfrentamientos teóricos entre feministas de diversas corrientes para quienes era necesario sacar a las mujeres del espacio privado para convertirlas en ciudadanas. La maternidad, por tanto, no era considerada por muchas, como si lo fue para las feministas maternalistas, un punto de partida para la construcción de la ciudadanía femenina.

Nótese que Elshtain habla de “altruismo y cuidado de los otros” y no de abnegación, sometimiento, sacrificio o renuncia, valores que el cine mexicano de los años 40, 50 y 60 asoció, equívoca y enfermizamente, con la maternidad.

Pero, más allá de dichas posturas y debates hoy propongo, no hacer de la maternidad el punto de partida para dicho proceso de ciudadanización de las mujeres, sino el punto de anclaje, para mujeres y hombres, de un proceso de restitución del tejido social en el que todos y todas nos comportemos como ‘las madres’, como lo hiciera Olga, de quien ha sido menos favorecido.

Esto es, hacer de los valores asociados a las mujeres, el altruismo y el cuidado de los otros, una herramienta social para hacer lo que nos toca y no esperar que ‘papá gobierno’, vuelva a este país a las épocas en que se podía salir con la certeza de regresar a casa sin haber sufrido daño alguno.

En una de sus campañas AMLO usó como slogan la frase “por el bien de todos primero los pobres”, yo digo, parafraseando, “por nuestro bien, todos y todas deberíamos ser madres”.

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