Docentes: ¿por qué alguien decide enseñar a quienes no comparten lazos de sangre?

Por: Dra. Hilda Patiño Domínguez

  • En el día del Maestro y la Maestra, recordamos el acompañamiento cuidadoso de estas personas que nos guían en el camino de la autosuperación
  • La vocación docente trata de ese deseo de ayudar al otro, no desde el aspecto asistencial de darle lo que necesita, sino desde el aspecto educativo, considera la Dra. Hilda Patiño Domínguez

Hace casi veinte años inicié una investigación sobre los y las docentes universitarias más destacadas, movida por el deseo de desentrañar las claves de su poder de transformación en las personas, porque ese tema siempre ha ejercido en mí una fascinación difícil de explicar, un misterio sin resolver: ¿por qué alguien se preocupa de enseñar a otro alguien con quien no tiene lazos de sangre? ¿qué satisfacciones, si las hay, encuentran en esta tarea? ¿con qué obstáculos se topan y cómo los superan? Esta aventura me llevó a explorar durante varios años la profundidad de sus mundos con una linternita que apenas alumbraba mi camino, y aún así, tuve la fortuna de encontrar pistas, que, como piedras preciosas, ni siquiera había sospechado.

Las entrevistas que sostuve con ellos y ellas me revelaron sus convicciones, sus motivaciones, aquellas cosas que dan sentido a sus acciones y a su vida misma. En su interioridad descubrí que latía una llama poderosa que podemos denominar “vocación”, pero que, como tal, no es posible explicar a cabalidad. Una vocación se vive como un llamado existencial a realizar una tarea de tal importancia que nos proporciona un bienestar interno que prevalece a pesar de todas las adversidades que se enfrenten.

La vocación docente trata de ese deseo de ayudar al otro, no desde el aspecto asistencial de darle lo que necesita, sino desde el aspecto que yo llamaría educativo, de ayudar al otro a construir las herramientas que necesita para valerse por sí mismo. La misma raíz etimológica de la palabra educación nos sugiere esta perspectiva; e-ducere es extraer, sacar, hacer salir, y significa dar lo mejor de ti mismo, construir tu mejor versión. Pero esto no puede lograrse sin el acompañamiento cuidadoso del maestro o maestra que guíe ese camino de autosuperación. Es así como las personas crecen y se desarrollan, en conocimientos, razonamientos, y también en convicciones, en valores, en normas éticas para la vida.

La vocación docente se vive, así como un llamado a ayudar a otros, como si la ignorancia ajena doliera, como si lo que falta se convirtiera en un reto a ser superado. Por eso, los maestros por vocación son vigilantes y exigentes, no permisivos ni complacientes. En el corazón de la tradición humanista está la convicción de que la virtud se construye a base de esfuerzo y constancia, de que ser mejores no se da de manera gratuita o espontánea, de que es necesario perseverar y ser pacientes. Todas estas virtudes están presentes en la práctica de los y las docentes más destacadas, y se inscriben dentro de una milenaria tradición humanista, cuyos albores encontramos en la Grecia clásica, en Confucio, pero también en nuestra América, en el “Flor y Canto” de los nahuas que era el método poético -didáctico de instruir a la juventud con exigencia, pero con paciencia y ternura también. Como León Portilla señala, la palabra tlacahuapahualiztli es la voz nahua para designar a la educación, y se traduce como el arte de criar y educar, en esta tónica que combina la disciplina con el cuidado.

En la investigación que realicé, encontré que los buenos y buenas maestras están imbuidos de este espíritu humanista que los lleva a una combinación sorprendente entre exigencia y cariño, donde las amenazas, los malos tratos o la agresión simplemente no tienen lugar. Por eso se convierten, muchas veces, en una especie de padres y madres sustitutos, a quienes los estudiantes confían sus problemas, sus miedos y sus sueños, y encuentran en ellos una guía que tomar las decisiones cruciales de su vida.

Los buenos maestros se quedan en nuestra memoria para siempre y nos vienen a la mente cuando nos topamos con las encrucijadas a las que nos enfrenta la vida. Una de las historias que me parecen más conmovedoras sobre la influencia de los maestros es la conocida carta que Albert Camus le escribió a su maestro de primaria, el señor Germain, para darle las gracias al enterarse que había ganado el Nobel de Literatura, en 1957. Es una breve nota, que vale la pena recordar las últimas líneas: “Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no habría sucedido nada de todo esto.”

Tal vez las preguntas que me hacía en aquella investigación, ¿por qué alguien se preocupa de enseñar a otro alguien con quien no tiene lazos de sangre? ¿qué satisfacciones, si las hay, encuentran en esta tarea? No tienen una única respuesta, y en el fondo permanece siendo un misterio, del que, como de otras tantas cosas buenas de la vida, debemos simplemente celebrar con el corazón agradecido.

La Dra. Hilda Patiño Domínguez es Directora del Departamento de Educación en la Universidad Iberoamericana.

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