Ricardo Homs
Combatir el acoso sexual y los intentos de sometimiento en todas sus manifestaciones es necesario para frenar la violencia contra las mujeres. A su vez, es conveniente que esto llegue a consecuencias judiciales.
Es loable el nacimiento de movimientos sociales como el denominado “Me Too”, que sirve como sistema de denuncia pública, para frenar esta denigrante manifestación del machismo. Sin embargo, tiene riesgos si no se instrumenta de la forma correcta, sometiendo esto a un orden, para evitar injusticias y dañar la honorabilidad de inocentes.
Cuando circulan públicamente listas con nombre y apellido, sin ningún control, se corre el riesgo de que aprovechando la expectación pública, este foro permita venganzas pasionales, ajustes de cuentas y hasta extorsiones.
No hemos dado aún el valor que merece la reputación personal y la honorabilidad, como un capital personal en estos tiempos de campañas sucias, rumores, descalificaciones y hasta fake news.
Las redes sociales no tienen control y en el anonimato que ahí prevalece, se pueden crear identidades falsas que sirvan para denostar a alguien.
Cuando se ha dado un golpe mediático o en redes sociales a alguien, de nada sirven las disculpas, rectificaciones e incluso exoneraciones por parte de la autoridad, pues el primer golpe es el que cuenta.
Vivimos tiempos en que el morbo y el exhibicionismo dan oxígeno a los rumores y a noticias que generan escándalo. La gente termina creyendo lo que quiere creer, principalmente lo que estimula su curiosidad.
Es urgente concientizar a la sociedad de los riesgos de acusar cuando no hay certeza.
Los organismos sociales orientados a la denuncia deben ser cautelosos al señalar a personas específicas, pues si por falta de cuidado se exhibe a individuos que terminan siendo exonerados de aquello que se les acusa, desgasta su propia credibilidad institucional de modo determinante.
Es muy delicado el tema de la honorabilidad porque se ha pasado por encima del derecho al buen nombre en el ámbito gubernamental y político. Existen muchos casos en los cuales a las víctimas de un hecho violento se les etiqueta como vinculados a la delincuencia organizada para evadir el reclamo público por la inseguridad y con ello, se les limita su derecho a la justicia, a través de generar una reacción pública de rechazo y justificación inconsciente del destino trágico vivido por ellas.
Como ejemplo, podemos tomar el caso de los estudiantes del ITESM Jorge Antonio Mercado Alonso y Javier Francisco Arredondo Verdugo, quienes fueron masacrados en Monterrey por las fuerzas armadas, en un enfrentamiento acontecido el 19 de marzo del 2010 entre el Ejército y un grupo de miembros de la delincuencia organizada. Estos estudiantes, que quedaron atrapados en el fuego cruzado, fueron acusados en su momento por las autoridades federales de ser sicarios y para ello se les sembraron armas.
Nueve años después, por presión de la CNDH y la familia de ambos, que se esforzaron en limpiar su nombre, recibieron una disculpa pública de parte de la secretaría de gobernación, Olga Sánchez Cordero, con el reconocimiento a la honorabilidad de ambos.
Hoy la forma de cometer injusticias en el ámbito judicial, es primeramente destrozar la reputación y honorabilidad de los adversarios políticos, para dejar al sujeto en estado de indefensión y vulnerabilidad frente a las autoridades.
La forma en que el candidato Ricardo Anaya fue bajado de la contienda electoral presidencial fue destrozando su reputación con la acusación de corrupción en la comercialización de una bodega.
Recientemente fue exonerado de los cargos, pero el daño a su carrera política fue devastador.
Como principio elemental de justicia, los nombres deben ser reservados, evitando sean del dominio público. Se les debe dar a conocer hasta que una autoridad determine que hay elementos para considerar la veracidad de los hechos de los que se acusa.