Por: Dr. Javier Urbano Reyes
· Académico de la IBERO comparte una breve reflexión sobre esta infamia
Por: Dr. Javier Urbano Reyes, profesor e investigador del Departamento de Estudios Internacionales y académico de la Maestría en Estudios sobre Migración, de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México.
Lo primero que habría que preguntarse, a una década de la masacre de San Fernando, no es necesariamente sobre las graves deficiencias de la investigación, de la ausencia de testigos o de las corruptelas detrás de la gestión de los protocolos de investigación que han derivado en que éste sea un hecho prácticamente irresoluble. Los análisis que vemos actualmente, aunque válidos, acuden a una narrativa simple y recurrente: El Estado es corrupto, incompetente; los gobiernos no pueden o no quieren llegar a la verdad de esta vergüenza (una más) del catálogo de masacres de que está compuesta la realidad de este país.
Quizá, (y no pretendemos caer en el cinismo) si la impunidad, la corrupción y la ineficacia es tan “democrática”, especialmente con los pobres y excluidos, ¿por qué deberíamos esperar que la justicia fuera justa, transparente y eficaz en el caso de unos migrantes expulsados de sus naciones de origen, que, en lugar de encontrar oportunidades de progreso, fueron asesinados por el crimen organizado?
Los cuestionamientos sobre lo acontecido en Tamaulipas tienen afectaciones más allá del hecho mismo. Por poner sólo unos pocos nombres: Marleny Xiomara, esposa de Miguel Ángel Cárcamo, uno de los asesinados en San Fernando, y que dejó a varios hijos, los cuales tienen un altísimo riesgo de ver cancelado su futuro tras la muerte de su padre; Vilma Pineda Morales, quien perdió a cuatro familiares: Efraín Pineda Morales, Richard Pineda Lacán, Mayra Cifuentes Pineda y Nancy Pineda Lacán.
Y la lista la completan 24 familias de hondureños, 14 de salvadoreños; cuatro brasileñas y una de la India. La exigencia de justicia es: de pasado, recuperar la verdad de lo ocurrido; de presente, castigar a los culpables; y de futuro, reparar el daño y que los hechos no se vuelvan a repetir. La justicia mexicana no ha sido capaz de cerrar dignamente ninguna de las deudas de justicia para los que siguen siendo afectados por este asesinato masivo.
Todos los masacrados en San Fernando tienen una madre, un padre, unos hijos, hermanos, amigos, a quienes también se ha dañado de muchas maneras. La primera por supuesto, la denegación de justicia; posteriormente, la incertidumbre de saber si tienen en el camposanto de su comunidad al ser amado o si es otra de las “confusiones” del Estado mexicano; la tortura del trato de familiares de migrantes frente a un funcionario mexicano inexperto, indolente o francamente racista; la promesa permanente de una investigación que se queda en el expediente de un funcionario y luego pasa a otro. Hasta que la nueva administración “promete” la verdad.
San Fernando infelizmente no es un asunto excepcional. Es, para vergüenza de todos, el síntoma de los graves problemas de la política pública en general, y de política migratoria en lo particular. Sin embargo, sería necesario reflexionar, en el contexto de una década de impunidad, porqué los derechos de los migrantes siguen siendo invocados en los discursos, en las normas o en las políticas públicas, pero sin la presencia de los migrantes mismos.
Dotar a las y los migrantes de medios para reclamar por ellos mismos sus derechos, para exigir justicia y reparación del año, sería un buen comienzo y honraría la memoria de estos migrantes asesinados por el crimen organizado, desdeñados por el aparato de impartición de justicia y si todo va como hasta ahora, algún día olvidados en el desván de las vergüenzas de una nación que hasta hoy se ha ganado a pulso ser una de los ejemplos más tristes en materia de protección y promoción de los derechos humanos de las personas migrantes.
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