Denuncian a Enrique Cárdenas por abuso sexual

24 horas Puebla

“Rosario” —quien solicitó reservar su identidad ante el temor de sufrir represalias— asegura que Enrique Cárdenas abusó sexualmente de ella a finales de los años noventa

“Rosario” se dice víctima de Enrique Cárdenas y pide la gracia del anonimato. En una conversación con quien esto escribe afirma que a finales de los años noventa el entonces rector de la Universidad de las Américas Puebla (Udlap) la acosó en su propia oficina, la “tomó por la fuerza”, le “levantó la falda”, le “bajó las pantaletas”, “se abrió (sic) el pantalón” y “abusó” de ella.

En compensación, y para comprometerla a no evidenciar públicamente al hoy candidato panista, la Fundación de la Udlap le entregó cuatro millones de pesos en efectivo y la obligó a firmar “unos papeles donde (sic) renunciaba al derecho de demandar al Dr. Cárdenas”.

Dos años después de ocurridos los hechos, “Rosario” revela lo acontecido a su familia. Sólo su novio y su hermana la vieron desesperada y muy triste, “porque me sentía sucia”. Hasta la fecha —dice también en una carta en poder de 24 Horas Puebla—, “decirlo o recordarlo me llena de malestar. Salí de la universidad en el año 1999 y jamás he vuelto a poner un pie ahí. Todo lo que me recuerda ese momento me llena de asco y tristeza”.

Hacia 1998, “Rosario” era secretaria en la Udlap y constantemente el rector Cárdenas “era muy ama- ble con todas”. Estaba, afirma, muy atento a los servicios, y era una persona muy respetuosa.

Conmigo, continúa, siempre había sido respetuoso. Se mantenía con un trato cordial “sin llegar a lo cercano”.

Sigue hablando: “En una ocasión, en temporada de informe (de labores), yo tuve que quedarme a redactar unos documentos que me había pedido. Esa vez me llevó de cenar a la oficina y me acompañó hasta muy tarde. Incluso ofreció llevarme a mi casa, pero como mi hermano me estaba esperando no insistió.

“En esa misma semana, su cercanía fue más allá. Me contó que estaba distanciado de su familia, que su pareja no le hacía caso y cosas que no me interesaban, pero por atención al jefe fui dejando pasar. Para entonces ya me tocaba el cabello, las manos, a veces la espalda y me abrazaba con mucha frecuencia”.

Los días pasaron, dice. Las semanas. La tensión sexual fue en aumento.

“En otoño, me pidió que le organizara unos archivos que estaban en su oficina. Me dijo que tenía que escombrar porque la Rectoría cambiaría de espacio. Entonces me quedé hasta muy tarde un jueves. Él llegó alrededor de las 6 de la tarde y se quedó conmigo. Me platicó unas cosas que estaban pasando con la fundación, y que estaba agobiado con muchos problemas con la familia Jenkins. Ahí fue cuando me abrazó y me besó. Me dijo que le encantaba y que me admiraba mucho por lo que había logrado en poco tiempo. En ese momento me tocó las piernas, se puso intenso y me dijo que si quería ser su secretaria (privada) tenía que acceder a lo que me pidiera”.

El relato sube de tono. La tensión se puede cortar con un cuchillo. “Rosario” continúa:

“Entonces me tomó por la fuerza, me levantó la falda y me bajó las pantaletas, se abrió el pantalón y abusó de mí. Lloré y le supliqué que no lo hiciera, que lo admiraba mucho, pero estaba como loco. Me tomó por la fuerza”.

Las lágrimas no se hacen esperar. Tampoco el enojo por recordar lo vivido.

“Cuando terminó se fue al escritorio. Yo estaba muy mal. No me podía mover. Y viéndome todavía con la falda levantada y sin pantaletas me dijo que yo le encantaba”.

Pero la pasión loca se volvió indiferencia. Así lo relata ella:

“Pasaron varias semanas y él no me hablaba. Me trataba mal y desechaba cualquier cosa que le entregaba. Cuando me amenazaron con correrme fue cuando hablé con unas personas de la fundación de la Udlap. Me ofrecieron una compensación a cambio de firmar unos papeles donde renunciaba al derecho a demandar”.

Es ahí cuando habla del monto del acuerdo (cuatro millones de pesos) y de la sensación de tristeza y asco que la invadió. Y de esa opresión en el pecho —terrible— que la hacía sentirse “sucia”. Y de esos dos años que pasaron antes de confesarle el secreto a su familia. Dos años de silencio, de insomnio, de pesadillas.

El relato es brutal por sí solo. Sobre todo por los énfasis que la presunta víctima hace. Los detalles son sobrecogedores, así como el cambio de actitud del supuesto victimario.

Esos cambios suelen ser normales en este tipo de historias. El agresor es primero muy amoroso y cercano. Luego pasa a ser apasionado. Al final sobreviene una frialdad que estremece.

Al abordar los abusos sexuales del productor Harvey Weinstein, en el contexto del caso #MeToo (#YoTambién), la periodista Shaila Dewan, de The New York Times, escribió:

“Le tomó décadas hablar al respecto. (…) Hay muchas razones por las que no se les cree a las mujeres que denuncian alguna conducta sexual indebida, que van desde insinuaciones indeseadas por parte de sus jefes a toqueteos o actos sexuales forzados; ahora, con un flujo constante de reportajes noticiosos al respecto (…) se han escuchado muchas de esas razones”.

En 1999, año cuando “Rosario” ubica la agresión, Jesús Palacios escribió en el diario español El País las siguientes —elocuentes— líneas:

“Suele creerse que el abusador es una persona con signos de trastornos y desviaciones, cuando la realidad es que los abusadores sexuales llaman la atención por ser personas consideradas por todos perfectamente normales, cuando no ejemplares”.

Ufff.

¿Algunas coincidencias con la trama narrada?

Contra la impunidad

El propio Enrique Cárdenas escribió el 21 de septiembre de 2017, en ocasión del lamentable asesinato de Mara Fernanda Castilla, un artículo en El Financiero en el que se pronuncia por “evitar la impunidad”.

“En ocasiones la justicia tiene un precio, como lo mostró el juez tercero federal Anuar González Hmadi, que determinó en el caso de Diego Cruz Alonso, de Los Porkys de Veracruz, que no ‘había intención de penetrar en el acoso de la víctima’, y por ello lo dejaba libre. La cadena es larga y toda debe funcionar bien para lograr hacer justicia.

“(…) Pero muy importante es la indolencia de nuestra sociedad ante los abusos, los acosos, las afrentas de hombres hacia las mujeres. Llevamos años en que un piropo a una mujer, una insinuación corporal, o incluso el acoso sexual más abierto se consideran como ‘normales’, como parte del ‘machismo’ mexicano. Y eso no puede ser. Debemos reaccionar ante todo tipo de abuso, de maltrato y falta de respeto a las mujeres. Debemos constituirlo como una conducta ilegal y socialmente reprobable por todos, y ni siquiera insinuar que pueda haber culpa de la mujer por la forma de su vestido o por sus hábitos sociales con la misma libertad que los hombres. Esta in- dolencia es reprobable y debemos cambiar”.

“Debemos cambiar”.

Tiene toda la razón el hoy candidato panista a la gubernatura de Puebla: “Debemos cambiar”. Todos debemos cambiar.

Hace unos días, en el contexto de su campaña, Cárdenas dijo en un foro “que las mujeres no pueden seguir viviendo con miedo, por lo que ofreció condiciones para acabar con la inseguridad, protocolos, una ley contra el acoso, a la par que garantizó la creación de espacios para que las mujeres se sientan seguras al denunciar casos de violen- cia intrafamiliar.

“Cuenten con que vamos a ir duro contra el acoso verbal y sexual. El acoso es la primera manifestación de la violencia y si no lo paramos va a seguir, por eso tenemos que ser firmes y no solamente en oficinas de gobierno, en los centros laborales, en las escuelas si detenemos el acoso vamos a disminuir la violencia’”. (Milenio Puebla, nota de Verónica López).

Cuánta razón hay en estas palabras. “Rosario” tendría que acudir a uno de esos refugios para mujeres acosadas y violentadas.

Cuántas como ella que fueron vejadas lo necesitan.

 

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