#ANÁLISIS La red de microviolencias que atrapa a las mujeres

Dra. Ivonne Acuña Murillo

Académica del Departamento de Ciencias Sociales y Políticas de la IBERO

Académica afirma que a pesar de los avances en beneficio de las mujeres todavía quedan por romper alguna barreras

Cada 8 de marzo, Día Internacional de las Mujeres, desfilan por los diversos medios las cifras, los datos que nos informan si la condición de las mujeres en México y el mundo ha cambiado, si ha mejorado o empeorado. Se escriben miles y miles de páginas con mediciones en torno a su posible acceso a todos aquellos beneficios que la sociedad y el Estado prometen. Se replican una y otra vez los diagnósticos, los faltantes, los retrocesos, los avances, las recomendaciones, las rutas a seguir.

Éste es un día para recordar todo aquello que falta por hacer y no para celebrar se afirma. “No nos feliciten, no nos regalen flores”, protestan las que son conscientes de lo que ellas y millones de mujeres viven cada día ante una realidad que se resiste a cambiar, que avanza y retrocede, que se empeñan en ponerles obstáculos, en llevarlas cuesta arriba, en recordarles que “son mujeres” y que esa pesada etiqueta les hará pagar un alto precio.

Pero, “no es así para todas”, pensarán aquellas cuya condición de género no se ha hecho evidente brutalmente. Muchas de ellas, millones, estudian, trabajan, tienen proyectos, se desarrollan, potencian sus capacidades, se empoderan. ¡Cierto! Ser mujer no se traduce en fatalidad para todas. Ni hoy ni en todas las épocas históricas ni en todos los lugares.

Ha habido avances, por supuesto, hoy las mujeres han logrado ocupar los más altos puestos de responsabilidad política, económica y social, aunque no sea la regla, aunque el llamado ‘techo de cristal’ todavía esté allí, como el dinosaurio de Augusto Monterroso. Actualmente, existen mujeres en casi todos los ámbitos del quehacer humano aportando con sus conocimientos, habilidades, experiencia, voluntad; disfrutando de políticas de salud, educación, empleo, recreación, etcétera.

El trecho por recorrer para garantizar a todas un acceso igualitario y equitativo a esos espacios es aún largo. Una serie de violencias económicas, políticas, sociales, familiares, comunales, institucionales, estructurales, incluso estatales impiden uno de los retos más grandes: cambiar la cultura masculina, machista y misógina que ha colocado a las mujeres por debajo de los hombres, como seres de segunda, inferiores, subordinadas, encargadas de las labores menos apreciadas socialmente y peor remuneradas. Incluso ahora, que han logrado acceder a puestos más altos y otro tipo de actividades se mantiene una brecha entre el salario que reciben los hombres, 16% superior en promedio al que reciben ellas por trabajo igual.

Sin embargo, no son sólo las violencias más visibles o estudiadas como el maltrato doméstico, la violación, los feminicidios, la trata sexual, las violaciones tumultuarias ya por pardillas o agentes del Estado, la tortura sexual, la explotación laboral, los bajos salarios, la falta de acceso a recursos económicos y de todo tipo, el acoso sexual, laboral, escolar, la discriminación, una mala o insuficiente política pública y todas las formas en que puede ser vulnerada una fémina, las que conforman el contexto que limita el desarrollo de las mujeres, existen otro tipo de ‘microviolencias’, mismas que terminan formando una red que poco a poco, invisiblemente, va atrapando a las mujeres.

Existen ideas preconcebidas, frases, dichos, chistes, actitudes que las mantienen en una posición subordinada. Este repertorio y muchos más conforman una especie de red de ‘microviolencias’, que de manera casi imperceptible las acorralan, las encierran, las atrapan.

Entre las ideas preconcebidas se encuentran: aquellas según las cuales todo lo que pasa dentro de una casa o en una familia o relación de pareja es privado, por lo que no hay que meterse, no hay que denunciar, no hay que ayudar; la que insiste hasta la saciedad que cuando una mujer es violentada sexualmente fue su culpa, con seguridad hizo algo que provocó el “deseo natural irrefrenable” de algún hombre que al final terminó violándola; la que supone que un chiste, un piropo, un flirteo es inofensivo aunque infravalorice a la mujer, aunque la haga sentir incómoda; aquella a partir de la cual se sostiene que las mujeres no saben lo que quieren, que cuando dicen ¡no!, seguro están pensando en un ¡sí!; la que afirma que las mujeres no pueden estar juntas, pues son conflictivas chismosas, envidiosas, emocionales y por tanto irracionales por naturaleza.

Por supuesto, los versos como aquél de Salvador Díaz Mirón y su poema A gloria, que reza: “Tú como paloma para el nido y yo como el león para el combate”; los chistes como el que pregunta: “¿Cuándo van a ir las mujeres a la luna? Cuando terminen de barrer la Tierra”, o aquél de: “¿De quién es la culpa cuando una mujer choca? Del hombre que la dejó salir de la cocina”. O de la canción que enseña que “a las mujeres no hay que entenderlas, hay que amarlas”, que cantautores como Ricardo Arjona y otros nos han recetado ‘musicalmente y poéticamente’.

Ejemplos como éstos se replican hasta el infinito en las conversaciones cara a cara, en las plazas públicas, en los medios de comunicación tradicionales o en las nuevas redes sociales. Pero hay otras que solo conocemos cuando escuchamos el testimonio de mujeres que sufren o han sufrido situaciones de violencia. Es el caso de aquellas que han sufrido acoso o agresión sexual en su lugar de trabajo, en la vía pública, en el transporte. Más aún de aquellas que se han atrevido a denunciar el hecho y a su agresor o agresores.

Las respuestas que reciben en sus grupos de pertenencia como la familia, los amigos, el trabajo, incluso en su relación de pareja permiten afirmar que las micro violencias existen. El repertorio es amplio va desde los ‘buenos consejos’ de familiares y amigos que les dicen: “Pues ya no te maquilles tanto”, “no te vistas así”, “no salgas a esa hora”, “no seas tan amable”, “no sonrías tanto”, “no uses ropa de ese color”, “no uses el cabello suelto”, “cuídate más”, “no te distraigas”, etcétera, hasta la terminación de una relación de pareja o laboral o el distanciamiento de la familia que no soporta la presión que supone que una mujer denuncie públicamente, o incluso en un círculo más pequeño, el haber sido víctima de un delito.

Lo anterior supone cargar a la mujer con la culpa de lo sucedido, suponiendo que siempre habría podido evitar la agresión o al agresor. Pero va más allá, conlleva la anulación de la persona y aquello que la hace ser quien es: su ropa, los colores que usa, su cabello, su autoimagen, sus hábitos, actividades y actitudes. Es ella la que queda atrapada en esa red de microviolencias ‘fraternas’, ‘amigables’, ‘amorosas’ que sólo tienen por objetivo ‘protegerla’, pero no de quien podría violentarla sino de sí misma al ser ella la causante de lo que le pasa.

En este caso, cuando una mujer se atreve a denunciar, debe enfrentar no sólo la indolencia, incapacidad cuando no complicidad de una autoridad que hará todo por desoír o desviar su caso, su denuncia, hecho que ha sido visibilizado en incontables ocasiones. Otras veces debe soportar igualmente la presión y acoso de esas mismas autoridades, pero lo más preocupante es que no encuentre en sus grupos de pertenencia el apoyo necesario para enfrentar la situación y buscar se le haga justicia, castigando a quien la ha violentado.

Poco a poco se va tejiendo la red en la que al final miles, millones de mujeres quedan atrapadas y de la que difícilmente podrán salir si no hacemos conciencia como sociedad de que tales microviolencias existen.

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