El País
William George Heirens (Evanston, Illinois, 1928), El asesino de la barra de labios, fue hallado muerto en la prisión de Dixon, en el Estado de Illinois (EE UU) el pasado lunes 5 de marzo.
Aunque llevaba 65 años en la cárcel y probablemente fuera el recluso que más tiempo había pasado en prisión, nunca perdió la esperanza de salir en libertad apelando a su delicado estado de salud y avanzada edad.
Los múltiples recursos y peticiones que presentó fueron siempre rechazados. En la última ocasión que pidió clemencia, con las tajantes palabras que pronunció Thomas Johnson, uno de los miembros de la comisión de revisión de los casos: “Quizá Dios te perdone, pero no el Estado”.
Heirens nació en el seno de una familia que, durante la Gran Depresión, se vio arrastrada a la pobreza. Los reproches y la violencia se convirtieron en una estampa habitual en aquel hogar pauperizado.
El pequeño William empezó su carrera delictiva siendo menor de edad. Robaba en las casas para atenuar de alguna manera el drama que se vivía en su propia casa, se justificaba; explicación un tanto contradictoria con el hecho de que nunca intentara vender el producto de sus delitos, que iba arrumbando en un extraño almacén que improvisó junto a su casa.
En junio de 1945 se inició una sucesión de asesinatos en Chicago. La primera víctima fue Josephine Ross, cuyo cadáver cosido a puñaladas fue hallado en su apartamento en circunstancias similares a las que concurrieron en la muerte, seis meses después, de Frances Brown. En el apartamento de Brown se encontró una nota escrita con barra de labios: “Por amor de Dios, cogedme antes de que vuelva a matar. No puedo controlarme”.
Siete días después de iniciarse el año siguiente se produjo un crimen aún más macabro. Suzanne Degnan, una niña de seis años, fue secuestrada en su casa, estrangulada y descuartizada. En la casa donde fue raptada se encontró una nota en la que se pedía un rescate de 20.000 dólares.
Heirens fue detenido mientras intentaba robar en una casa del barrio donde vivía la pequeña. Parece probado que Heirens fue sometido a un brutal trato policial —uno de los detenidos como sospechoso de los mismos crímenes recibió una indemnización equivalente a unos 200.000 euros por las lesiones sufridas durante su interrogatorio— y que se le drogó con pentatol de sodio, el conocido como suero de la verdad. Firmó una confesión donde admitía todos los hechos y recibir una sentencia de cadena perpetua en vez de la pena de muerte.
“Me vi obligado a mentir para salvarme”, comentó años después, cuando se retractó de su confesión y se declaró inocente de los cargos. Estudió Derecho en prisión y se convirtió en el primer recluso estadounidense que obtuvo una licenciatura universitaria mientras cumplía condena.
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