ABC Historia
Los españoles y sus aliados de Tlaxcala estaban en una exagerada inferioridad numérica, lejos de cualquier base donde refugiarse y tratando con un pueblo que seguía practicando los sacrificios humanos
En 2019 se celebran los 500 años de la llegada de Hernán Cortés a México y del encuentro entre Moctezuma y los españoles en Tenochtitlan. No es una efeméride violenta ni salpicada de sangre, pero, a pesar de ello, ha levantado viejas heridas que hacen imposible una conmemoración conjunta de la efeméride entre los dos herederos de aquella Nueva España fundada por Cortés: España y México. Cabe imaginar que, en los próximos años, hitos más belicosos de la denominada conquista de México convertirán, previsiblemente, las áscuas de la polémica actual en un gran incendio.
Entre las próximas efemérides aparece señalada en rojo la Noche Triste, ocurrida el 30 de junio de 1520, cuando Cortés y sus hombres tuvieron que abandonar de forma precipitada la capital azteca, donde habían entrado en noviembre del año anterior con el beneplácito del Emperador Moctezuma. Los españoles y sus aliados de Tlaxcala estaban en una exagerada inferioridad numérica, lejos de cualquier base donde refugiarse y tratando con un pueblo que seguía practicando los sacrificios humanos. Aún así, Cortés mantuvo la calma y no perdió ojo a los movimientos de Moctezuma, quien cobijaba a los españoles mientras decidía si eran amigos o enemigos.
La prisión de Moctezuma
Mientras los españoles permanecían como invitados en la capital, un pueblo totonaca en Nautla se negó a pagar su tributo a la Triple Alianza bajo el argumento de que no eran ya vasallos de los aztecas, sino de Castilla, de modo que pidieron ayuda a la guarnición castellana estacionada en el puerto de Veracruz. La escaramuza entre aztecas y españoles culminó con la muerte de siete españoles, entre ellos el capitán Juan de Escalante, lo que condujo a Cortés a tomar prisionero a Moctezuma en el palacio de Axayácatl, que los conquistadores habían convertido en su cuartel. A continuación, quemó en una hoguera pública al cacique Cuauhpopoca, el noble azteca que había sido, a sus ojos, el causante de la muerte de los soldados españoles.
Cortés trató al prisionero con gran deferencia y, según los cronistas, se entretenía con él en juegos mexicanos y conversando muchas mañanas. Un día, Moctezuma pidió permiso para ir a orar al teocali, y Cortés se lo autorizó, siempre que no intentase huir ni hiciera sacrificios humanos. Cuando el Rey azteca, portado en andas, llegó al lugar, «ya le tenían sacrificado de la noche antes cuatro indios», y por más que los españoles prohibían esto, «no podíamos en aquella sazón hacer otra cosa sino disimular con él, porque estaba muy revuelto México y otras grandes ciudades con los sobrinos de Montezuma», dejó escrito Bernal Díaz del Castillo.
En diciembre de 1519, a instancias de Cortés, Moctezuma reunió a todos los grandes señores y caciques para abdicar de su imperio y prestar vasallaje al Emperador Carlos V. El Imperio azteca se había convertido en fechas recientes en la formación política más poderosa del continente que, según las estimaciones, estaba poblada por 15 millones de almas y controlado desde la ciudad-estado de Tenochtitlan, que floreció en el siglo XIV. Usando la superioridad militar de sus guerreros, los aztecas y sus aliados establecieron un sistema de dominio a través del pago de tributos sobre numerosos pueblos, especialmente en el centro de México, la región de Guerrero y la costa del golfo de México, así como algunas zonas de Oaxaca.
Ocupar aquel poder político era relativamente fácil, no así despojar a Moctezuma de su papel religioso. El Emperador, cabeza religiosa del Imperio mexica, ordenó en contra de su voluntad poner fin a los sacrificios humanos e instalar símbolos cristianos en la estancia de la pirámide de Huitzilopchtli, pero, tras ello, hizo saber a Cortés que los dioses, agraviados, habían hablado y ordenado matar a los españoles sí o sí. Como medida de gracias, estaban dispuestos a permitirles que salieran de la ciudad con vida. El extremeño veía una buena opción en aceptar la oferta, pero planeaba llevarse con él a Moctezuma en cuanto supiera de algún barco procedente de Cuba que atracara en la costa. Ir a la Corte española con aquel botín superaba cualquier expectativa.
«Dieron un tajo al que estaba tañendo el tambor, le cortaron ambos brazos y luego lo decapitaron»
Finalmente vino un barco español, sí, pero no para ayudar a Cortés, sino para capturarle por orden del gobernador de Cuba. Cuando los invasores planeaban su salida de la ciudad, llegó la noticia de que el gobernador Diego Velázquez, desconociendo que Carlos V había dado su beneplácito personal a la empresa de Cortés, confiscó en la isla de Cuba los bienes del extremeño y organizó un ejército que constaba de 19 embarcaciones, 1.400 hombres, 80 caballos, y veinte piezas de artillería con la misión de capturar a Cortés. El caudillo español se vio obligado a salir de la ciudad, junto a 80 hombres, para enfrentarse al grupo enviado por Velázquez en la costa.
Cortés se impuso en un ataque sorpresa a sus compatriotas dirigidos por Pánfilo de Narváez, que también le superaban en número, y regresó con algunos refuerzos a Tenochtitlán, donde encontró una ciudad sublevada contra los españoles. Ante los rumores de conspiración, los lugartenientes de Cortés, encabezados por Pedro de Alvarado, ordenaron la muerte de algunos notables aztecas que les parecieron sospechosos durante una de las festividades religiosas.
Previniendo una supuesta emboscada contra los españoles, Alvarado ordenó cerrar todas las salidas del Templo Mayor y caer sobre la multitud en uno de los episodios más oscuros de la conquista de México: «Dieron un tajo al que estaba tañendo el tambor, le cortaron ambos brazos y luego lo decapitaron, lejos fue a caer su cabeza cercenada, otros comenzaron a matar con lanzas y espadas; corría la sangre como el agua cuando llueve, y todo el patio estaba sembrado de cabezas, brazos, tripas y cuerpos de hombres muertos», narra Fray Bernardino de Sahagún. En el Templo Mayor padecieron y murieron entre trescientos y seiscientos hombres, mujeres y niños.
Con el pueblo al borde de levantarse contra los españoles, Cortés se unió con sus tropas a la guarnición que se atrincheraba en el palacio de Axayácatl. Si bien existen varias versiones de cómo se desarrollaron los hechos, parece ser que fue Cortés quien pidió a Moctezuma que saliera a calmar los ánimos de su pueblo. Díaz del Castillo relata que Moctezuma subió a uno de los muros del palacio para hablar con su gente y tranquilizarlos; sin embargo, la multitud enardecida comenzó a arrojar piedras, una de las cuales hirió al líder azteca de gravedad durante su discurso. El Emperador falleció tres días después a causa de la herida e, invocando la amistad que había entablado con Cortés, le pidió que favoreciese a su hijo de nombre Chimalpopoca tras su muerte.
Mirando a los ojos a la muerte
Como narra Iván Vélez en su fantástico libro «La conquista de México» (La Esfera de los libros), durante esa tensa noche se tomó el templo de Xopico, consagrado al dios de la fertilidad, al alto coste de 16 infantes muertos y con el propio Cortés, con una rodela atada a su brazo izquierdo herido, luchando en primera fila. El objetivo era controlar las posiciones más expuestas, así como mantener las rutas de salida lejos de la ciudad. En los siguientes días, los españoles y sus aliados, que no llegaban a los 3.000 hombres, mantuvieron una serie de escaramuzas para hacerse con los puentes de aquella laberíntica ciudad emplazada en el lago Texcoco.
Solo cuando fue evidente la imposibilidad de controlar los accesos con tan pocos hombres, los españoles se prepararon para salir con la construcción de un puente portátil levantado con las vigas del propio palacio de Axayácatl. El plan era salir de la isla y marchar hacia Tacuba, para poder reagruparse allí con sus aliados en Tlaxcala.
En palabras de Bernal, la decisión se tomó por la falta de comida, agua y pólvora, y porque «víamos nuestras muertes a los ojos». En la llamada Noche Triste, a medianoche del 1 de 1520, Cortés y sus hombres marcharon en silencio, cuidando los relinchos de sus caballos, por la estrecha calzada de Tacuba. El tesoro que los españoles habían acumulado en su aventura iba en medio de la formación custodiado por el propio Cortés, 200 soldados armados con lanzas abrían la marcha y 60 jinetes la cerraban. El puente portátil debía servir para salvar las cortaduras en la calzada, pero a causa de la lluvia y del peso de la gente quedó pronto encajado, provocando un atasco de caballos, hombres muertos y carros.
La noche lluviosa y oscura se tiñó de sangre cuando las canoas cargadas de miles de feroces guerreros brotaron, como si fueran hormigas saliendo de un hormiguero, contra el convoy a la llamada de los tambores. Únicamente una pequeña parte del oro azteca pudo salir de la ciudad, si bien la mezcolanza de unidades que formaban la marcha aumentó el caos y dejó a la infantería demasiado atrasada. Los que volvieron sobre sus pasos al palacio perecieron, los que se quedaron en medio también.
600 españoles y cerca de 900 tlaxcaltecas fallecieron o bien fueron apresados para satisfacer la interminable sed de sacrificios humanos de los aztecas. Gran parte de los caballos se quedaron por el camino – solo veintitrés caballos quedaron con vida–, todos los cañones se perdieron y los arcabuces quedaron arruinados con la pólvora mojada. El propio Cortés cayó al agua y fue rodeado por guerreros enemigos, si bien la llegada de Antonio de Quiñones y de Cristóbal de Olea impidió que el caudillo fuera llevado al sacrificio. Una vez alcanzada la otra orilla tuvieron, igualmente, que abrirse paso a cuchilladas y estocadas ante el gran número de enemigos que también allí aguardaban armados con largas lanzas.
Frente a la magnitud de la tragedia, el cronista Bernal Díaz afirma que a Cortés «se le soltaron las lágrimas de los ojos al ver como venían» sus tropas. Francisco López de Gómara, por su parte, escribió en su «Historia general de las Indias» que la tristeza lo alcanzó todo:
«Cortés a esto se paró, y aun se sentó, y no a descansar, sino a hacer duelo sobre los muertos y que vivos quedaban, y pensar y decir el baque la fortuna le daba con perder tantos amigos, tanto tesoro, tanto mando, tan grande ciudad y reino; y no solamente lloraba la desventura presente, más temía la venidera, por estar todos heridos, por no saber adónde ir, y por no tener cierta la guardia y amistad en Tlaxcala; y ¿quién no llorara viendo la muerte y estrago de aquellos que con tanto triunfo, pompa y regocijo entrado habían?».
Durante ochos días el ejército español marchó con la única esperanza de alcanzar cuanto antes territorio de los Tlaxcala. A pesar del hostigamiento inicial, la fortuna fue propicia para los españoles, puesto que los aztecas se entretuvieron festejando la victoria y conduciendo a los prisioneros hacia los altares, ofreciendo sus corazones a los dioses y devorando sus cuerpos. Durante los homenajes por el ascenso del nuevo Emperador serían sacrificados cientos de españoles y tlaxcaltecas capturados.
Aquel error iba a costar caro a los aztecas. En la posterior batalla de Otumba, los españoles dieron cuenta de la superioridad militar de las técnicas europeas.