Benedicto XVI, el rostro de un teólogo del siglo XX

Por: Mariana Méndez-Gallardo

La Directora del Departamento de Ciencias religiosas de nuestra IBERO analiza la carrera teológica de quien fue Papa Emérito de 2013 a 2022

Nuestra académica destaca la revolucionaria propuesta de Joseph Ratzinger de comprender la necesidad de la dimensión pública de la experiencia de fe  […] estamos ante un teólogo cuya fuerza intelectual buscó responder a las grandes preguntas sobre la vida y la antropología, afrontándolas desde un lenguaje claro, a pesar de su grado de sofisticación teórico.

“Como sacerdote, como teólogo, como obispo, como Papa, Benedicto XVI ha expresado, al mismo tiempo, la fortaleza y la dulzura de la fe, la esencialidad y la sencillez. En la vejez y en la enfermedad continuó sosteniendo a la humanidad con la ofrenda de sí mismo […]”. Así el cardenal Angelo De Donatis, Vicario General de Su Santidad para la Diócesis de Roma, daba a conocer oficialmente la noticia de la muerte del Papa emérito Benedicto XVI, a sus 95 años, el día de ayer 31 de diciembre de 2022 a las 9:34 hrs en la residencia del Monasterio Mater Ecclesiae, residencia que había elegido después de la renuncia al ministerio petrino en 2013, convirtiéndose así en el primer Papa en abdicar después de seis siglos (el último en hacerlo sería Gregorio XII en 1415), situación que nos pone ante el panorama inédito que hoy presenciamos: un Papa, Francisco, que celebra los funerales de otro Papa, emérito.

Nacido en Marktl, Baviera, Alemania, el 16 de abril de 1927, vivió su juventud en el ascenso del nazismo. A pesar de su separación cada vez más consciente de las orientaciones del régimen y la decisión de seguir el ejemplo de su hermano Georg de ir al seminario, fue alistado en 1944 a los 17 años y hecho prisionero por los estadounidenses. Estos acontecimientos serían el punto de partida de su larga vida, que miraría el paso de profundos cambios en la Iglesia y en el mundo.

Ordenado en 1951 junto con su hermano Georg, fue enviado a una parroquia del centro de Munich, que le permitiría desarrollar un año de cuidado pastoral antes de regresar a la carrera universitaria. El camino hacia el doctorado y la libre docencia con vistas a la enseñanza de la teología en las universidades prosiguió con la profundización del pensamiento de san Agustín y san Buenaventura, haciendo una lectura de ambos como apoyo para una concepción mística y espiritual de la teología, donde descubrió un concepto de revelación no estático, no metafísico, sino vinculado a las intervenciones de Dios en la historia de Israel y de toda la humanidad. Así, su visión dinámica y su lectura personalista de la historia fueron decisivas para dar un enfoque innovador a la Divina Revelación.

Sacudido en sus certezas por la experiencia de la II Guerra Mundial, continuó su camino al seminario ahora acompañado por una voluntad decidida por estudiar teología, con la firme convicción de hacer crecer la inteligencia de la fe para dar lugar a los problemas del mundo contemporáneo. Así, al reconocer que, las respuestas de la Escolástica ya no podían hacer frente a las preguntas planteadas por el ocaso de Europa, asumió que, el teólogo no podía sustraerse a la duda del sentido mismo de la creación y de la historia, volcando su atención a la existencia del individuo y a la filosofía dialógica inspirada por el pensador católico Ferdinand Ebner, el judío Martin Buber y el teólogo inglés John Henry Newman, para reconocer que, la manera de superar la soledad del hombre encerrado en su ego es el diálogo: Solo el tú del otro libera al hombre del solipsismo y lo inserta en un diálogo que es camino hacia el amor, la verdad y la libertad, siendo el tú originario el de Dios que interpela al ser humano y pide (exige) una respuesta.

Esto será determinante para el posterior desarrollo de su carrera como profesor de Teología fundamental, primero en la facultad eclesiástica de Freising y posteriormente (1959) en la facultad de teología católica de la Universidad de Bonn, entonces la capital de Alemania Federal, en cuya primera lección magistral titulada «El Dios de la fe y el Dios de los filósofos», el joven profesor exponía en síntesis su pensamiento: mientras que la filosofía tiende a la comprensión del mundo en el que el hombre está llamado a vivir, la teología, en cambio, según la palabra de los salmos, está buscando el rostro de Dios que ha dirigido su palabra al hombre.

Su carrera universitaria proseguiría en Munster, Tubinga y, finalmente, Ratisbona, donde en 1976, cuando tras la muerte repentina del arzobispo de Munich, sería llamado por Paulo VI para ocupar la cátedra de obispo en dicha diócesis.

Reconocido por su destreza teológica, fue elegido como experto para participar en el Concilio Vaticano II, con la tarea de leer los textos preparatorios y dar su juicio al respecto. Participó también en la Comisión Teológica Internacional y en el Cónclave de 1978, que llevó a la elección de Juan Pablo II. Fue relator en el Sínodo sobre la familia de 1980 y participó en el primer encuentro de la comisión de diálogo entre católicos y ortodoxos instituida por el patriarca Demetrio I y el Papa Juan Pablo II. En 1981 fue electo prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe y en 2005 electo Papa.

No es este el lugar ni el momento para juzgar su servicio como prefecto. Sin embargo, como universitaria e intelectual de la Filosofía y la Teología, y desde una perspectiva crítica, considero que estamos ante un teólogo cuya fuerza intelectual buscó responder a las grandes preguntas sobre la vida y la antropología, afrontándolas desde un lenguaje claro, a pesar de su grado de sofisticación teórico.

Consciente de la contingencia actual que nos impulsa a afrontar las temáticas antropológicas con una intensidad quizás antes desconocida, Ratzinger hizo frente a una crisis que, reconocía, no sólo de tipo social o económica, sino fundamentalmente humana, al considerar que los hombres y mujeres de nuestro tiempo, abandonados a sí mismos, han producido un deterioro en las relaciones personales y los vínculos sociales, conduciendo a una crisis de civilización que hemos de afrontar desde la comprensión de los procesos civilizatorios del pasado. Para él, “matar” a Dios y sustituirlo por la arrogante y a menudo violenta ambición de los poderes individuales basados en eslóganes, cinismos y toda clase de instrumentalización y manipulación de lo humano, nos ha llevado a la destrucción sistemática del otro o, al menos, a su reducción. Convencidos de vivir después del final de las grandes narraciones, nos hemos acostumbrado a una narración que lamentablemente existe desde hace mucho tiempo: que el mundo no es transformable y el hombre debe limitarse a adherirse al status quo.

Esta crisis o emergencia antropológica, sólo será posible afrontarla volviendo a entrelazar culturas y sensibilidades diversas y, sobre todo, cambiando la atención sobre estos temas. Se trata, por ejemplo, de recuperar el interés por la teología política, donde la comprensión de la crisis de la política no se resuelve sólo con las razones de la propia política, pues, como afirma en Spe salvi, la historia de los últimos siglos ha sido el intento de fundar un “reino del hombre” en el que ya no hay esperanza de tipo teologal.

Si realmente se quiere encontrar un mínimo común denominador, hay que dar un paso atrás y situarse en el nivel antropológico, el único que pueda ofrecer una base fiable para afrontar las grandes cuestiones de este momento, es decir, para superar esta visión acortada del hombre y de la sociedad es necesario abrir muchas puertas y muchos espacios. Una ética compartida ya no es suficiente. Hace falta un humanismo compartido. De aquí que, calificar el pontificado de Benedicto XVI de “conservador”, me parece una lectura corriente y superficial. Su revolucionaria propuesta de comprender la necesidad de la dimensión pública de la experiencia de fe, así como el lugar de lo espiritual para la transformación de la realidad, nos ayuda a afrontar genuinamente la crisis contemporánea. A través de la máxima etsi Deus daretur, “aunque Dios no existiera”, nos lleva a buscar ese común denominador, en un mundo secularizado, a fin de reconocer el mal, incluso el más horrible, del que somos capaces y buscar hacer mejor el bien que nos impulsa a realizar nuestra humanidad personal y comunitaria.

*Mariana Méndez-Gallardo es Directora del Departamento de Ciencias Religiosas

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