Universitat Oberta de Catalunya
La crisis y la situación de excepcionalidad que vivimos a consecuencia de la propagación y del impacto de la COVID-19 nos han sacudido profundamente, como individuos y como sociedad. Lo analizamos con el filósofo, escritor y profesor colaborador de los Estudios de Artes y Humanidades de la UOC Miquel Seguró Mendlewicz. Seguró reflexiona en esta entrevista sobre la vulnerabilidad que encarnamos como condición de la experiencia humana y que aflora especialmente en circunstancias como esta. Sobre cómo vivimos el aislamiento, nos dice que tenemos que ser conscientes de que vivimos el impacto del coronavirus en sociedades del primer mundo, y pide que en adelante nos entendamos como seres que nos necesitamos unos a otros y que seamos más inteligentes como especie, potenciando lo que nos une en lugar de incidir en lo que nos separa ante la incierta dinámica de la vida, a la que estamos todos expuestos.
¿De qué forma impacta la crisis del coronavirus en las creencias de la sociedad actual?
Una de las creencias fundamentales que tenemos como sociedad es la sensación de control. Este es un primer aspecto que queda desenmascarado en estos momentos, al menos parcialmente. Cuando desde la filosofía se habla de vulnerabilidad como condición de nuestra existencia, hacemos referencia a lo que condiciona nuestra relación con el mundo, que es precisamente esta realidad de finitud y de contingencia. Para hacer que sea menos condicionante, lo que tenemos que incentivar precisamente es ser conscientes de dicha vulnerabilidad, de su realidad, sus dinámicas y de que es una condición de nuestro estar en el mundo, que afecta a todo el mundo, sin excepción.
El otro elemento importante que se desenmascara en estos momentos es la idea del individuo y su autorreferencia. A veces vivimos a partir de la creencia de que somos islas y que podemos recluirnos en nuestra intimidad, pero vemos que no es así, y desde muchas perspectivas. Así que una de las dimensiones inalienables de nuestra vida es la comunitaria, para bien o para mal. En esta situación, por ejemplo, el contacto social vehicula la propagación del patógeno, al tiempo que solo una acción conjunta, como colectivo, puede detenerla.
Estamos integrados en dinámicas biológicas, sociales y culturales que forman parte de nuestra identidad como individuos, y debemos tener cuidado. El individuo que muchas veces potenciamos ante la colectividad no puede orientarse por la vida ni tampoco desarrollarse con solvencia sin esta colectividad.
El individualismo es un rasgo de nuestra sociedad. ¿Somos suficientemente conscientes de que nuestro bienestar depende de los comportamientos colectivos?
Desde la filosofía dialógica se insiste en que el ser humano no es una isla, sino que forma parte, en todos los casos, de un archipiélago, y que este se sitúa al mismo tiempo en una cadena de más archipiélagos. El individualismo epistémico y político no deja de ser, pues, una ilusión, si hacemos que sea el eje vertebrador de la experiencia. Muchos filósofos y pensadores, como Martin Buber o Emmanuel Lévinas, plantean que somos seres relacionales y que sin la noción relacional no podríamos explicarnos a nosotros mismos.
Lo que se pone de relieve ahora es precisamente esta noción de relación biológica, es decir, que somos seres biológicamente relacionados e interrelacionados, no sólo con otros seres humanos, sino también con otras especies y otros microorganismos. La crisis, pues, destituye cualquier ilusión de repliegue individual, incluso como especie frente a otros seres, y de distanciamiento del otro, en todos los ámbitos.
Y, como colectividad, ¿cómo debemos responder?
Lo que también es relevante en este contexto es que la respuesta a esta realidad es la solidaridad, la corresponsabilidad, la empatía, y, por lo tanto, entender que funcionamos como un todo. Debemos entender que un determinado problema, aunque parezca que no nos afecta en un primer momento de forma directa a nosotros o a nuestro entorno más inmediato, es un problema para toda la sociedad y, por lo tanto, potencialmente puede afectar a todo el mundo. Crisis de todo tipo apuntan hacia aquí: todos somos susceptibles, en algún momento, de vernos afectados, por muy improbable que a veces parezca que pueda ser.
A menudo los humanos actuamos como si pudiéramos dominar todos los recursos del planeta en todo momento. ¿Estamos preparados para concebir que un virus puede obligarnos a reducir nuestra actividad y forma de vivir?
Tenemos que estar atentos, también, a enfermedades, catástrofes naturales y otras situaciones biológicas, porque esta es, también, parte de la realidad de la vida. Por eso cuando se alerta tanto sobre el cambio climático y hay quien se manifiesta con cierto menosprecio, irresponsable en mi opinión, nos hacemos un flaco favor a nosotros mismos.
El ser humano entre otros aspectos es un ser biológico y estamos inmersos en una cadena dinámica vital que solo conocemos, y por consiguiente controlamos, en cierto modo, y que por tanto nos supera en muchas esferas. Nuestra situación en el mundo supone contemplar esta vertiente, porque precisamente también existe otra vertiente, que nos permite relacionarnos con ella: que podemos ser conscientes de la primera y encararnos con ella reflexivamente. Es decir, los virus nos afectan, pero somos conscientes de que los virus nos afectan. Y, por lo tanto, cabe preguntarse no sólo qué nos ocurre, sino también qué podemos hacer para, primero, contrarrestarlo y, después, intentar adelantarnos a lo que pueda suceder en un futuro inmediato. Max Scheler, en su libro El puesto del hombre en el cosmos, subraya como capital esta característica.
Viajar y desplazarse continuamente forma parte del día a día en los países con más recursos, a diferencia de lo que ocurría hace un siglo. ¿Estar encerrado en casa es más difícil de aceptar ahora que nunca?
Se hace difícil si pensamos que es difícil. Una de las características que tenemos es que somos seres adaptativos y casi podemos adaptarnos, razonablemente, a muchas cosas. Si, por el contrario, lo que hacemos es subrayar la idea de que estar en casa es un problema, pues acabará siendo un problema, más allá de que obviamente rompe una serie de hábitos, y entendiendo que, en efecto, nos exige el esfuerzo de aprender nuevas formas de convivir en una situación que nos ha sobrevenido de manera abrupta.
En muchos casos, sin embargo, disponemos de aparatos que nos permiten comunicarnos, no sentirnos tan aislados, y también de un estado del bienestar que nos permite acceder a una sanidad pública, que es uno de los tesoros más importantes que tenemos y que debemos proteger y potenciar. Tenemos también acceso a información, educación, entretenimiento, alimentos y una serie de recursos que otros estados y sociedades no tienen. Demasiadas veces no valoramos lo que tenemos hasta que lo perdemos, como la salud. Muchas cosas pueden y deben mejorar, pero seamos conscientes de la realidad global y de que vivimos en sociedades del primer mundo.
Las limitaciones que nos impone esta crisis pueden superarse en parte gracias a la tecnología (en ámbitos como el teletrabajo, el aprendizaje en línea, el ocio digital). ¿Puede reforzar esta situación nuestra gran confianza en la tecnología? ¿O bien tomaremos conciencia de que la tecnología no puede llegar a todas partes?
Prefiero optar por la prudencia aristotélica, que viene a decir que depende. La tecnología, como todo en la vida, puede utilizarse en un sentido u otro. Estamos viendo cómo puede usarse para comunicarnos y para transmitir información relevante, pero también para generar ambientes tóxicos. Sí que es verdad que el hecho de que vivamos en red y por medio de la tecnología en estos momentos facilita muchas cosas. Por ejemplo, en el ámbito sanitario se han habilitado cuestionarios tempranos sobre los síntomas de la COVID-19 o en el ámbito de la educación la enseñanza puede proseguir virtualmente, y la UOC es un referente de ello. También está el teletrabajo, que ya es un elemento importante que considerar, y pienso que lo será más en el futuro inmediato. Veremos, como siempre, grandes y buenos usos de la tecnología y veremos y constataremos usos reprobables de las redes sociales y de la tecnología.
Cuando existe la necesidad de imponer medidas de restricción de libertad a los ciudadanos, puede parecer que las sociedades menos democráticas son más eficientes. ¿Deberíamos reflexionar sobre cómo podemos fomentar la responsabilidad individual y colectiva?
Estamos demasiado acostumbrados a pensar y a reclamar libertades. En cualquier sistema, de hecho, no hay libertad sin corresponsabilidad y, por lo tanto, no hay libertad sin obligación, entre otras cosas porque la libertad siempre se desarrolla en un espacio y un tiempo concretos, es decir, en un contexto. Y además está encarnada y, por tanto, condicionada. Con John Stuart Mill se popularizó la famosa frase «mi libertad termina donde empieza la de los demás», una frase a la que habría que añadir otra idea del mismo pensador: cuanta más felicidad haya a escala global, más felices seremos todos. Si le va bien al colectivo, y por tanto no hay discriminación ni injusticia, a cada uno de nosotros nos será más fácil que podamos desarrollar nuestro proyecto de felicidad. Nos conviene a todos.
Hay que redundar en la noción de derechos y deberes, y en adelante potenciar y ensanchar la realidad del reconocimiento y de la relación como ingredientes básicos del vivir. Todos formamos parte, inexorablemente, de la dinámica comunitaria, y de su calidad depende nuestra vida.
Esta situación ha hecho aflorar también muchas iniciativas solidarias para ayudar a las personas que más lo necesitan, pero otras personas han actuado de una manera muy egoísta, algunas movidas por el miedo. ¿Cómo pueden promoverse los comportamientos más éticos y hacer que perduren más allá de la crisis?
Somos capaces de muchas cosas, de lo mejor y de lo peor, y en esta misma crisis vemos comportamientos que generan admiración y comportamientos que invitan a la estupefacción. Ante la realidad concreta que tenemos delante, pienso que podemos hacer tres cosas. La primera, evidentemente, es seguir las indicaciones de las autoridades competentes y dejar la «opinología» sanitaria fuera de juego.
La segunda es insistir en la interdependencia. Sin alguien que hubiera tenido cuidado de nosotros no estaríamos donde estamos; por lo tanto, hay corresponsabilidad, hacia todos, y más aún con todos aquellos en estado de especial vulnerabilidad o que nos han precedido en la vida y que nos han facilitado estar donde estamos.
La tercera es apuntarnos como tema de reflexión que la realidad y la sociedad no están a nuestro servicio, pues no se reducen a nuestro «yo». Immanuel Kant contraponía el egoísmo al pluralismo, en el sentido de considerarse un ciudadano más en un cosmos político dinámico e interrelacionado. Y esto vale para todos. ¿O es que la vulnerabilidad no es transversal?
Por último: nunca he acabado de entender por qué como especie nos torpedeamos tanto unos a otros, de forma tan cruel. Dado que todos nos necesitamos los unos a los otros, a veces pienso que si fuéramos un poco más inteligentes como especie veríamos que nos va mejor a todos cuidando unos de otros. Porque además, vemos que también somos capaces de generar lazos constructivos, desarrollar más y mejor empatía, afán de bondad y voluntad de estima. Potenciémoslo. Bastante tenemos con responder a las inclemencias de las dinámicas biológicas, como por desgracia ahora nos toca hacer.