Héctor A. Gil Müller
En la tradición judeocristiana el 25 de diciembre, tras una noche de alumbramiento, el mismo universo presentó con sus estrellas el nacimiento del mesías. Cristo nacía. El cumplimiento profético llegaba, desde el tiempo de la creación se había dicho que el enemigo sería vencido, la confianza de quienes recordaban como el fuego y la nube guiaban por el desierto, un triunfo tan magnífico como aquel que rompió las murallas de jericó, el cumplimiento prometido pero no como se esperaba. Llegaba un descendiente de David, el rey que había llevado al esplendor guerrero a Israel, aquel pastor que había enfrentado gigantes, leones y a todos los enemigos que subyugaron a la nación prometida.
Era obvio pensar que el descendiente de David, el Rey de Reyes y Señor de Señores vendría envuelto en fama, poderío y glamour. La descripción que hacía Isaías, en medio del mayor dolor y clamor de una nación casi destruida, en medio del hambre y el dolor incluía adjetivos y superlativos; admirable, consejero, Dios fuerte, príncipe de paz. Pero, el mismo “pero” que había vivido David cuando enfrentó a los jebuseos, una nación feroz que habían dicho a David que bastaban sus ciegos y cojos para derrotar a todo el ejercito de Israel. De ellos la biblia no describe la batalla solamente se escribió, después de la amenaza, un; “pero Jehová dio la victoria a David”, esa misma intervención siglos después regresaba. Pero Dios envió al Rey naciendo en un pesebre, de una madre primeriza, huyendo de una amenaza política. El rey divino hecho hombre elevaba sus primeros llantos en medio de pastores, sabios de oriente y una muy escueta familia.
El nuevo Rey, llegaba a un pueblo que no lo reconocía, en un tiempo que no lo albergaba, con un ejército que ya no existía, sin palacio, y con la amarga expectativa de una corona espinada, una cruz por capa y martirio por paseo. Nacía un niño cuya batalla tendría efectos eternos, un puente que no enfrentó una batalla entre naciones, sino una batalla por las naciones. En pequeña y humilde cuna la única y grande salvación. La promesa llegaba, no en el tiempo del dolor, sino en el tiempo inesperado. La promesa de descanso llegaba con la agobia de ser descubiertos en una larga huida. La promesa de abundancia llegaba envuelta entre paja por no tener posada, la promesa de victoria llegaba franqueada por pastores sin la valentía de cambiar un cayado por una espada.
Así la vida, envuelta en pequeñas cosas, el nacimiento de la mayor esperanza no advierte un gran movimiento, sino el fin de un arduo camino. Afirmar que vivimos la Navidad no es el nacimiento de una promesa, sino el cumplimiento de la misma, no es lo obsoleto es lo absoluto. Si decimos que somos diferentes tras una Navidad es porque entendimos el valor de las pequeñas cosas. Tenemos el hoy, en aquellos días, del nacimiento victorioso, el clamor de las generaciones que habían fraguado el desierto, que habían vencido la esclavitud y habían reconstruido Jerusalem finalmente llegaban.
Que seamos mejores, porque el camino recorrido, sea grato o amargo, nos ha traído aquí. Que seamos mejores, porque el camino que sigue con tormentas o sin ellas, parte de aquí. El momento justo de un renacimiento. El momento después de la Navidad.
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