Universitat Oberta de Catalunya
- Hoy no cocinamos ni comemos como hace cincuenta o cien años
Que la alimentación forma parte de la cultura y del patrimonio parece ya, hoy en día, fuera de duda. La transformación de los alimentos (la «cocina», en otras palabras) es, parafraseando al escritor y biólogo Faustino Cordón, uno de los primeros signos de cultura, si no el primero.
Y es que, quizás, el hecho de acercar un alimento al fuego, y con ello alterar su estructura y su digestibilidad, ha sido el primero y el más importante signo de civilización.
Frente a esto, el Director de la Cátedra UNESCO de Alimentación, Cultura y Desarrollo de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) y también Catedrático e investigador del grupo FoodLab de los Estudios de Ciencias de la Salud de esta misma universidad, realiza un análisis.
Para el experto, este convencimiento es reciente. A pesar de que disciplinas como la antropología ya hace largas décadas que aseguran a quien ha querido escuchar que el hecho de cocinar, las cocinas o la alimentación son uno de los principales rasgos culturales, su pertenencia al ámbito cotidiano y su nexo intrínseco con lo femenino (ámbito subalterno por excelencia) y doméstico han impedido cualquier reconocimiento demasiado significado hasta finales del siglo xx.
Hubo que esperar al momento en que los conceptos oficiales e institucionales de «Cultura» (con mayúscula) se abrieran tímidamente a partir del último cambio de siglo, con la declaración de los primeros patrimonios inmateriales de la humanidad, para poder considerar que el concepto «oficial» de patrimonio empieza a interesarse por campos que se sitúan más allá de lo puramente monumental y material y amplía su ámbito hacia aspectos más etnoantropológicos y menos tangibles y que correspondían más bien a las «culturas» (en minúscula).
Patrimonio, cocina, identidad, tradición… Contextos cambiantes
El patrimonio tiene que ver, entre otras muchas acepciones, con algo heredado de un pasado —más o menos lejano, más o menos mítico— que se considera que tiene que ser conservado y, por tanto, legado a las generaciones futuras. El patrimonio, pues, se selecciona y se construye social y culturalmente. Los objetos y los hechos patrimoniales permiten referirse a la tradición, construir una cierta relación con la historia —más o menos real y más o menos reciente, pero de una manera u otra asumida— y el territorio, con el tiempo y con el espacio, con la memoria de un lugar y de sus gentes.
Esta aludida relación tiene una importante vertiente identificadora que alimenta a menudo el sentimiento de pertenencia a un grupo con identidad propia. Pero, en segundo lugar, debemos tener en cuenta que ese patrimonio cultural es cambiante (porque la cultura lo es) y se construye a partir de selecciones de elementos considerados pertenecientes a la propia cultura, excluyendo otros. Del mismo modo, y al tratarse de alimentación, estos discursos impactan de lleno en otros discursos sociales, entre ellos el de la salud (pública, principalmente), el de la economía o el del derecho y las regulaciones, entre otros.
En cualquier caso, e incluso dentro de este panorama complejo, las cocinas llamadas «tradicionales» siguen teniendo una fuerza inusitada y se sitúan en la base de las identidades a todos los niveles. Reivindicamos o ensalzamos la cocina tradicional, los productos y los platos «como los de antes», los saberes ancestrales que se han transmitido de generación en generación, la cocina de las madres y de las abuelas… También la publicidad recurre a estos tópicos efectivos para vendernos productos o platos precocinados.
Pero acercarse a lo que constituye la cocina tradicional no es fácil. Muchas definiciones son tan generales como vacuas, y uno de sus principales problemas es, precisamente, que pierden de vista que las cocinas forman parte de la cultura y, por tanto, se encuentran, por un lado, en uso y, por otro, en constante cambio y evolución.
Hoy no cocinamos ni comemos como hace cincuenta o cien años, ni de aquí a cincuenta o cien años lo haremos igual que lo hacemos hoy. Pero no solo porque estemos variando nuestros patrones de alimentación, sino porque ni siquiera nuestro entorno nos lo permite. Por mucho que queramos respetar una receta antigua o patrimonial, por mucho que queramos reproducirla fielmente o «como se hacía antes», ni los medios de cocción —más inducciones y menos fuegos, electricidad o gas contra leña o carbón…— ni, probablemente, los utensilios —con la utilización de robots de todo tipo, pero también con el cambio de aleaciones o materiales en la composición—, ni los tiempos, ni las dedicaciones, ni los gustos (variamos las recetas en función de los sabores —más o menos suaves—, las texturas —más o menos grasas—…), ni el número de comensales y en ocasiones, ni siquiera los mismos productos están disponibles o se usan del mismo modo.
No podemos olvidar, en este sentido, que nuestras cocinas se basan más en procedimientos que en recetas, por lo que, por más que algunos alimentos cambien, y que unos desaparezcan y los sustituyan otros nuevos, ninguna nueva incorporación será aceptada si no encuentra utilidad y sentido dentro de los procedimientos y de las técnicas culinarias existentes.
Así pues, todos los productos utilizados tienen que encontrar su lugar, de una manera u otra, en las cocinas locales para poder ser incluidos en un corpus mínimamente asumido como propio y más o menos cotidiano. Y todo esto dentro de un marco evolutivo que dista mucho de poder ser «fijado» y que incorpora y excluye platos y productos constantemente a fuerza de usarlos y de asumirlos.
Justo es decir también, por otro lado, que solo forma parte del patrimonio culinario lo que está vivo. Hay infinidad de platos y productos que forman parte de nuestra historia, pero que ya hace tiempo que se han dejado de elaborar y han desaparecido de nuestra cotidianidad. Solo aquello que se mantiene en uso y que continuamos recreando forma parte de nuestro patrimonio vivo. El resto es historia.
Por último, hay que señalar que una de las características que tienen las cocinas tradicionales en nuestro imaginario es que solemos observarlas con precaución desde el punto de vista de la salud, puesto que las consideramos pesadas, excesivamente «ricas», calóricas o grasas.
Vale la pena señalar, en este sentido, que existe cierta correlación inconsciente entre nuestra concepción de la cocina tradicional y la cocina de fiesta. Solemos relacionar la cocina tradicional con platos de excepción, ricos en ingredientes y con cierta elaboración, mientras que otros más cotidianos y sencillos (como unas verduras hervidas, las sopas ligeras o los platos con legumbres), precisamente, como decíamos antes, por su asimilación con lo cotidiano o por su sencillez o poca complicación, no suelen entrar en una primera lista mental relacionada con la cocina tradicional.
Podemos concluir diciendo que la alimentación es parte de la cultura y, por tanto, susceptible de ser patrimonio, un patrimonio tan esencial como habitualmente poco valorado. Sin embargo, como la cultura misma, es algo cambiante: está vivo. Incorpora, transforma y suprime elementos continuamente. Simplemente por el hecho de que forma parte intrínseca de nuestras vidas y estas evolucionan y, a medida que lo hacen, necesitan nuevas respuestas a nuevas necesidades. Y es justamente en esta capacidad de cambio y de transformación donde radica su importancia y su riqueza.