Mtro. Erubiel Tirado Cervantes
Coordinador del Diplomado de Seguridad Nacional y Democracia de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México
Un error frecuente de comentaristas y analistas de seguridad al abordar el manejo presupuestal de las fuerzas armadas mexicanas consiste en las comparaciones simples de comportamiento nominal (recursos aprobados por el congreso) sin contrastarlo con recursos ejercidos año con año. O bien, utilizar el simple parámetro del Producto Interno Bruto, PIB, para enfatizar que México no es un país militarista. No se explican bien a bien, los flujos crecientes de recursos materiales (como las compras de armas, equipo y vehículos) y de infraestructura militar que se observa en lo que va del presente siglo. El presente texto aborda algunos aspectos que deben considerarse en el contexto político mexicano donde la falta de controles efectivos de supervisión del gasto militar (o incluso la extorsión institucional como regla no escrita) son la norma que explican la nueva bonanza económica castrense en un país empobrecido.
Fobaproa verde olivo y otros usos del poder político-militar. Hacia el final del siglo pasado, el gobierno de Ernesto Zedillo dispuso, a través de recursos extraordinarios de la hacienda pública, un salvamento de varios miles de millones de pesos para evitar la quiebra del Banco del Ejército. Esto ocurría en medio de una lenta y tortuosa recuperación económica tras la brutal crisis de 1995. La razón del salvamento, no se debió a los efectos de la crisis económica, sino simple y llanamente a que buena parte de los recursos presupuestales de la Sedena se invirtieron en capitales especulativos de la Bolsa de Valores… y se perdieron. El hecho en sí hubiese ameritado la renuncia e investigación de altos mandos del ejército involucrados en la decisión, incluyendo al propio Secretario de la Defensa. El Congreso prefirió mirar a otro lado e ignoró lo sucedido tras el anuncio del rescate con dinero de los contribuyentes.
De modo inveterado existe una práctica de requerimientos materiales a los gobernadores, sin fundamento legal alguno, de los comandantes en beneficio de sus zonas militares que se encuentran en cada estado. Mobiliario, equipo y no simples gastos de papelería son los que figuran en una extorsión silenciosa que se implantó en los años de consolidación del partido hegemónico en el que todos los gobernadores eran del PRI y que pervivió luego de la transición política del país. De acuerdo con Jorge Carpizo, la presencia de los comandantes de las zonas militares tiene en su origen el tufo del presidencialismo mexicano autoritario en el que se recuerda a los gobernadores-caudillos que los militares son la extensión física y armada del poder del ejecutivo en caso de alguna desviación a sus directrices. A ese entramado de poder, con el pluralismo político en México, subsiste como regla no escrita que en las últimas décadas tuvo otras expresiones en las que Marina y Defensa reciben incluso, donaciones de terrenos estatales y que no necesariamente terminaban en un uso o aprovechamiento de la institución militar: la Sedena, por ejemplo, “desincorpora” esos terrenos mediante transacciones comerciales propiamente dichas y con ganancias netas cuyo rastro es difícil identificar en la Subsecretaria de Ingresos de Hacienda.
Los “ganones” de la 4T. Los militares mexicanos llegan entronizados económicamente al sexenio de Andrés Manuel López Obrador en tanto que a lo largo de tres sexenios, en particular los dos últimos (uno caracterizado por el apoyo subsidiario de los Estados Unidos con la Iniciativa Mérida y otro por un grado importante de corrupción política), su desempeño presupuestal, en términos nominales, muestra una corrección importante: con Fox y Calderón la relación de gasto corriente e inversión en defensa varió entre el 85 y 74 por ciento. Los economistas especializados en defensa señalan como deficiente una proporción tan alta en el gasto corriente que no deja lugar a inversión e investigación militar junto con la necesaria renovación de armas e infraestructura. Hacia el final del sexenio pasado el presupuesto destinado al gasto corriente muestra una disminución entre 64 y 61 por ciento, acercándose al mínimo ideal de proporción que se recomienda en las organizaciones multilaterales de ejércitos (p.ej., la OTAN). Este trayecto correctivo de gasto, particularmente en la Sedena, impresiona ante la ausencia de una “directiva” presidencial (expresión de moda) o de una reforma estructural exprofeso del sector por parte del Congreso. ¿Se gasta mejor y con transparencia en las fuerzas armadas mexicanas? ¿Cuáles son los parámetros del control que permitan al Ejército y a la Marina, ahora, disponer de recursos para inversión e investigación militar cuando en los tres sexenios señalados, hubo siempre el reclamo al poder presidencial sobre su “escasez” de presupuesto porque la mayoría se iba en salarios y pensiones?
Las repuestas quizá se encuentren en la subsidiariedad de un Estado corporativo y clientelar que siempre consideró a los militares como los guardianes de su estabilidad política entendida como la permanencia del grupo o camarilla de poder en turno. Otra parte de las respuestas se encuentran también en el creciente protagonismo militar como ejecutores y/o administradores de obra pública y que, también hay que decirlo, permite acceso a recursos sin control ni supervisión legislativa toda vez que incluso la construcción de escuelas o bodegas de alimentos para gobiernos (federal o estatales), se considera como de “seguridad nacional” por la simple razón de que son obras (civiles) a cargo de militares. Con ello se garantiza la secrecía de la información de su ejecución y se asegura la impunidad de la corrupción que suele imperar en este tipo de prácticas de asignación directa de obras. Una revisión somera sobre asesinatos de mandos militares que han pasado por las subestructuras financieras que se han hecho responsables de estas operaciones, son un indicio grave de las desviaciones institucionales que el nuevo patrón de comportamiento militar entraña.
Sobre esta fenomenología, hay que decirlo, los estudios y reportes sobre el caso mexicano son omisos e incapaces de explicar la bonanza económica con la que los militares llegan al gobierno populista de la 4T. El programa de seguridad pública de la Universidad Iberoamericana que aborda el fenómeno de la militarización tiene aquí una veta interesante de investigación.
La cereza del pastel castrense. Las ufanas declaraciones del general responsable de la construcción del aeropuerto de Santa Lucía: “los (sic) gananciales del proyecto son para la Secretaría de la Defensa Nacional… las ganancias…”, aunque la administración operativa del aeropuerto sea de civiles (elegidos por los militares, hay que advertir) , ponen en contexto la nueva realidad de las relaciones militares con el poder político mexicano. Ahora el factótum no es el presupuestal (asignación de recursos según disponibilidad económica del Estado) sino la garantía de que los recursos de actividades administrativas y comerciales (usos o aprovechamientos ahora con el carácter de “gananciales”) a cargo de la institución castrense, no se irían a las arcas centrales del Estado para su distribución general del gasto, sino que se quedan en los bolsillos militares y un destino discrecional a cargo de los altos mandos.
Los militares mexicanos no se han caracterizado por la pulcritud administrativa-económica en el manejo de sus recursos y el comportamiento político en esta materia trasciende el valor de la anécdota o de meros casos aislados. El caso de Santa Lucía, junto con la construcción de las sucursales del banco del bienestar, los dos tramos asignados del Tren Maya, así como la habilitación de infraestructura hospitalaria civil para enfrentar la pandemia del Covid-19 en México, y lo que se acumule por el resto del sexenio, son el nuevo rostro de un empoderamiento militar que se aleja de sus misiones de defensa en un contexto cada vez menos democrático. Los perdedores estamos del otro lado.