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Pelé es la esencia misma del fútbol brasileño. Fue con él y con el admirable equipo de 1958 cuando nos quitamos de encima cierto complejo de inferioridad y empezamos a ser admirados por el mundo. Era una época provinciana, de continentes aislados, y a partir de entonces empezamos a ganar tres campeonatos del mundo y a ser respetados con la lujosa ayuda de una generación de superestrellas. En especial Garrincha, que nos dirigió en 1962 en ausencia de Pelé.
Era ya una época en la que en muchos lugares del mundo, incluso en una pequeña aldea de China, el nombre de Pelé era más conocido que el de Brasil, como si se tratara de un auténtico rey. Eran tiempos de sencillez en los que no había decenas de asesores y en los que los reporteros como yo entrábamos en los camerinos y en las concentraciones, o nos atendían inmediatamente por teléfono.
Pelé siempre fue celebrado y respetado (incluso cuando se retiró) por su elegancia, personalidad y por ser siempre reconocido como el mejor jugador de la historia. Sus jugadas mágicas en el Mundial de 1970 estarán siempre en nuestra memoria, un privilegio para quienes lo vieron en directo.
Pelé fue el más grande de los grandes, incluso de los grandes Messi, Maradona, Zidane y Ronaldo. Tal vez solo en Brasil haya quien le critique por hechos de su vida personal. Pero la perfección no existe ni siquiera para un rey. Y Pelé, que tantas alegrías nos dio, no perderá la majestuosidad a ningún nivel.
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